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jueves, 17 de noviembre de 2022

DECÁLOGO PARA CUENTISTAS (JULIO RAMÓN RIBEYRO)





 1. El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El cuento se ha hecho para que el lector pueda a su vez contarlo.

2. La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real debe parecer inventada, y si es inventada, real.

3. El cuento debe ser de preferencia breve, de modo que pueda leerse de un tirón.

4. La historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o sorprender, si todo ello junto, mejor. Si no logra ninguno de estos efectos, no sirve como cuento.

5. El estilo del cuento debe ser directo, sencillo, sin aspavientos ni digresiones. Dejemos eso para la poesía o la novela.

6. El cuento debe solo mostrar, no enseñar. De otro modo sería una moraleja.

7. El cuento admite todas las técnicas: diálogo, monólogo, narración pura y simple, epístola, collage de textos ajenos, etc., siempre y cuando la historia no se diluya y pueda el lector reducirla a su expresión oral.

8. El cuento debe partir de situaciones en las que el o los personajes viven un conflicto que los obliga a tomar una decisión que pone en juego su destino.

9. En el cuento no deben haber tiempos muertos ni sobrar nada. Cada palabra es absolutamente imprescindible.

10. El cuento debe conducir necesaria, inexorablemente a un solo desenlace, por sorpresivo que sea. Si el lector no acepta el desenlace es que el cuento ha fallado.

(Por cortesía de Antonio Rincón).

jueves, 9 de junio de 2022

AQUELLA SEMANA SANTA (Paz Hidalgo)

 

                                AQUELLA SEMANA SANTA…


                                A la ESPERANZA DE TRIANA


¡Por fin iba ser escuchada!

Me costó creerlo. No podía dormir. Me levanté sin saber bien para qué. Felipe roncaba y no me atreví a despertarlo para que compartiera mis nervios.

El ruido del camión de la basura sonaba sucio y rompía la magia de aquel día que iba a desvirgar mi silencio de años.

No sé bien el porqué, pero, creo, fue algo instintivo el que me dirigiera al cuarto de baño y me mirara al espejo. Encontré a una mujer ajada. No me reconocí. Hacía años que no me miraba. “¿Para qué, si tienes la vista cansada? No te des más trabajo”

Luego, opté por un vaso de leche caliente, que hizo su efecto relajante.

Me sacó de mi abstracción el llanto del bebé del 3ºderecha. “¡Seguro tiene hambre, no hay más que verlo!” Era mantecoso como su mamá a la que daban permiso en la oficina para amamantarlo durante las horas de trabajo. “Con las prisas se debe quedar con ganas y se desquita por la noche”.

Acabé por dormirme y soñé que estaba desnuda en medio de un circo romano. No había leones, pero me sentía observada por ojos sin cara, ojos de fantasmas.

Mi familia y yo vivíamos en un piso de Triana hacía algo más de treinta años. Destacaba en su entorno por su jardín cerrado alrededor del cual el arquitecto había distribuido los bloques de viviendas. Parece quiso conservar la esencia de los antiguos corrales de vecinos sustituidos por pisos, pero con cuartos de baño incluidos.

Tengo la sensación de que lo consiguió. A menudo tenía “miarma” en la punta de la lengua. Era más que un modismo, era… un halago para mí.

Allí me estrené como madre. Allí elegí ejercer a tiempo completo como tal y allí me sentí también a menudo triste por eso de no poder multiplicar los talentos (ejercer fuera).

Mis hijos lo llenaban todo y yo los veía crecer escuchando sus ilusiones (a los fallos respondía con caricias). En las palabras, duras consejeras, siempre se me adelantaba Felipe. Luego venían los reproches entre nosotros dos a los que le respondía sin ser escuchada.

Javi, mi hijo mayor, seguía dormido cuando me levanté. Si no hubiera oído en su habitación los sonidos estridentes junto a las voces quejosas de Nirvana, su grupo preferido. Había vuelto a casa después de una experiencia fracasada (un negocio de informática y un socio que se había enrollado con su pareja).

Oí, sin embargo, a Felipe cerrar la puerta del piso y me extrañó. No solía irse a su trabajo sin despedirse. Era médico y trabajaba en la unidad de trasplantes de riñón del “Hospital Virgen del Rocío”.

Estaba en la ducha e intentaba regular la temperatura del agua que caía por la alcachofa parabólica, una Hansgohe, “el nombre de la sensualidad”, según rezaba su anuncio. No esperaba a Felipe y me sorprendí. Me besó en la mejilla y dijo que había vuelto para darme ánimos aquel día que sabía duro para mí. Intentó luego centrarse la corbata delante del espejo que el vaho había manchado y se fue por donde había venido.

Es mi día “D” y no voy a desembarcar en territorio ajeno sin casco.” La peluquería

no fue un problema. Se ubicaba en los bajos del edificio.

De vuelta a casa cogí una cartera de mano (imitación de piel) que Felipe había desechado. Con ella y los nervios del momento tiré al suelo una foto que mi hijo Nacho había mandado desde Lille donde se encontraba disfrutando de una Erasmus. Se rompió el cristal del marco. Sentí lastima e intenté recoger los trozos.

Reaccioné. “Lina, llegó la hora. ¡Ponte de una puñetera vez el chip de profesora universitaria!”

Me lancé por fin al ruedo.

En el autobús con destino a la Universidad mi oído, una vez más, se impuso a las palabras hilvanadas con tanta ilusión que intentaba memorizar durante el trayecto.

Entre risas los jóvenes hablaban imitando a Chiquito de la Calzada. Me parecieron divertidos. Luego uno de ellos sacó el tema de la Semana Santa y el tono se volvió trascendental. Entre tanto entusiasmo cofrade escuché; “¡Qué bonita es la Esperanza, mi Virgen es bonita de cojones!”

Las palabras de aquel joven universitario me descolocaron. ¡Iba a ser profesora de Fenomenología del Hecho Religioso!

En el tiempo que transcurrió hasta entrar para estrenarme como docente por mi cabeza pasaron relámpagos de explicaciones. Me agarré a una de las manifestaciones de la actitud religiosa como manera de unirse a la divinidad, la emoción, que se traduce, entre otras, en el arte religioso. No había duda, aquel joven y su expresión escandalosa traducían una emoción auténtica. El arte que cuidan y despliegan las cofradías era…para sacarlo de sus casillas.

Llegó la hora. El aula, la tarima y los alumnos entre expectantes y pasotas. Tomé la palabra.

-Yo he visto un cielo y una tierra nuevos (Ap 21,1-4) –dije con aplomo.

Por unos momentos se hizo el silencio hasta que uno de los estudiantes sentado en las últimas filas levantó la mano. Comentó que le gustaba más la frase de Martin Luther King “Yo tengo un sueño” pronunciada en las escalinatas del monumento a Lincoln en su marcha a Washington el 28 de agosto de 1963.

Fue suficiente.

-De acuerdo. ¡Cuéntame!, te escucho -contesté.


                    Artículo publicado REVISTA TRIANA primavera 2022

                                                                                   PAZ HIDALGO




viernes, 22 de abril de 2022

HOMELESS (Paz Hidalgo)

                            

                               HOMELESS

¡Búscale las vueltas! Llega pronto, no te confíes, aunque ella salga de las últimas. A las doce y media está bien, tiene muchos candidatos.

Observas el semáforo de la esquina. Tienes las piernas ágiles como gacelas en el desierto del asfalto, pero no ves tres en un burro y menos el semáforo en naranja con tres coches impacientes.

Te colocas las gafas en su sitio (antes limpias sus cristales), te subes los pantalones que se te escurren y con el pañuelo que has utilizado aseas también el escalón donde luego asientas tus reales posaderas. Sacas del bolsillo el vaso algo aplastado. Lo enderezas y oteas el horizonte. No hay “moros en la costa” ni tienes que subirte al carajo. Estás tranquilo.

Los primeros empiezan a salir de la misa de doce. Ella, como siempre sale de las últimas con la inmigrante sin papeles, que te va a mirar mal, como siempre.

No dejas de enseñar las melladuras de tu boca. Sonríe siempre. Coges el vaso con la mano, lo levantas y empiezas a escuchar el tintineo. Los dedos de los fieles actúan. Dices con voz de plañidera: “Por caridad, una limosna por caridad”. No olvidas decir a los niños a los que sus papás encargan entregar la moneda: “¡Gracias, guapo o que Dios le dé salud!” Así te aseguras la próxima.

La mamá esboza una sonrisa de satisfacción. El papá le pasa la mano por la cabeza. El niño se vuelve y te mira con curiosidad.

Oyes: ¿Por qué ese hombre es pobre, papá?

Piensa y dilo: “Por la puta caridad”.

Piensas, pero no lo dices. Solo te rascas la cabeza.

Doña Avelina aparece por fin. Se coge del brazo de la “interna”. Más bien se deja caer. Sus carnes huelen a colonia de marca. Arrastra los pies.

Te levantas, te pones de pie. La miras como quien ve a la Virgen antes de que ella deje de hablar con otra feligresa de su quinta.

Te ve y se dirige a ti. Se para, quiere palique y tú lo sabes. Te interesas por sus cataratas. Preguntas por la fecha de su operación. Haces gala de tu erudición. Hablas del cristalino, la córnea, la lente y el láser. Te sientes en este momento tu padre, oftalmólogo de fama en su tiempo. No te das cuenta del billete de diez euros que deja en el vaso. Estás en otro mundo. Lo ves cuando ella con dificultad se da media vuelta.

Te dice: “Adiós, Rufo”. Cuando se gira y ya camina hacia su casa oyes: “!Cómo se nota que este mendigo ha nacido en el barrio de Salamanca!” Incluso también oyes responder a la “interna”: “Y yo he nacido en Barranquilla como Shakira”. Te fijas en el culo de ésta y en sus muslos gordos apretados por unos vaqueros que subrayan sus pistoleras. Tú no tienes de esas.

Después te enderezas, te sacudes los pantalones y sientes que eres por un día a la semana, el bendito domingo, Rufo Santiesteban. Dejas atrás al mendigo y te sientes un caballero con el caché de un Babieca. ¡Sabes que vas de reconquista, recuerdas tu colegio de los Marianistas (el de ministros y hasta presidentes del Gobierno) y… al galope!

Te vas acercando a la terraza de los Alcores. Hueles a fritanga e imaginas el adobo antes de llegar. Doblas la esquina. “¡A por ellos!”. Ojeas el panorama. No hay una mesa vacía. El público está contento. Hablan y comen a la vez. Vuelves a mirar. Ahora te fijas en los platos con restos grasientos. ¡Deduce! Acércate y hazte el remolón como quien no quiere la cosa.

Preguntas:

Perdone caballero, ¿se van a ir, por casualidad?

Escuchas a la señora —¡Pepe, tendrás ya ese culo de cerveza hecho un caldo!

Sientes la cara de mala leche con la que te mira Pepe. Sigues allí de pie fumando una colilla que has recogido del suelo en la puerta de la iglesia. Miras al vacío. Das dos o tres caladas. No tardas en escuchar el chirriar de la butaca de aluminio que arrastra la mujer de Pepe. Miras la mesa. Ves cacahuetes y restos de aceitunas. No te das ni cuenta de la brusca levantada de Pepe.

Te sientas, te sientes en la gloria en la que te ha colocado Pepe. Oyes al rato (no sabes cuánto tiempo llevas allí):

¿Qué va a tomar el caballero?

Responde con seguridad:

Una cerveza Cruzcampo de barril y una tapa de ensaladilla. ¡Bien fresquita y tirada bien, muchacho!

Te fijas en dos niños que juguetean alrededor. Los utilizas como cebo para pescar la atención de sus padres, tus vecinos de mesa. Intentas llamar la atención de los críos con alguna gracia.

Di: —¿A qué os cojo, bribones? Haces un intento de levantarte para asustarlos. Juegas con ellos que ríen nerviosos.

Los padres te miran con desconfianza y entonces hablas de tus nietos. Haces un intento de buscar en los bolsillos, primero uno, después otro. Das un golpe en la mesa de contrariedad. Te echas la mano a la frente. Hablas de la crisis con rabia y de Alemania como destino. Mientes y lo sabes. Es tu trabajo, pero en estos momentos, que eres un caballero, te toca los cojones.

Cuando no dan señales de conmoverse por tus palabras y gestos cambias de tema. !Inténtalo de nuevo! (hoy no te conformas). No te avergüenzas de tus orígenes, todo lo contrario, presumes de ello como un título heredado que te sacas del grupo de los que has oído llamar “vergonzantes” a las señoras que van de voluntarias al comedor. ¡Atrévete y dilo!: eres un homeless (has escuchado que con el inglés se apabulla).

Das la sensación de conocerlos del barrio. Preguntas si viven en la calle de Los Olmos. El papá te pregunta si quieres sacarles el carnet de identidad. Te corta el camino y notas que no te mira bien. Como último recurso hablas de derbi.

Te molestas cuando llaman a los niños y se levantan. Intentas darte importancia. Sin venir a cuento les cuentas la verdad., que tu padre fue un médico de prestigio en los años50 y que tenía un mayordomo alemán que recibía a los pacientes.

No hay reacción por su parte, sino todo lo contrario. Pronosticas entonces problemas de salud para ella como una gitana desairada. Di: “Eso no se cura”, señala su entrecejo.

Estás sentado en la terraza con las mesas de ambos lados vacías y no consigues que la mayonesa de la ensaladilla deje de resbalar por las comisuras de tus labios.

Gritas con voz gangosa:

¡Niñoo!, ¿qué te debo?

Aquel trozo de acera donde hacen cola los sintecho huele a tetrabrik Don Simón y a orines secos. Llamas a Evaristo para que se ponga junto a ti en la cola. Le dices que no es bueno no “platicar”. Te dice si no te cansas. Filosofas sobre las ventajas del arte del lenguaje. Le aseguras que la locura es una consecuencia de la falta de este. Él no te sigue. Se toca la entrepierna varias veces con gesto de desgrado.

¿No crees, compañero, que la comida que nos dan las Hermanas nos perjudica? —dices. Demasiados hidratos de carbono y pocas proteínas. Deberían hacer un curso de Dietética y Nutrición.

¡Coño, lo que sabe el cabrón! Ni te entiendo ni me importa—contesta Evaristo— Me conformo con llevar la panza llena.

No te molestes, amigo. El control mental es importante para nuestro oficio.

El oficio de chalao, ¿no? —dice otro de ellos.

Te separas del grupo y pides “por caridad” un cigarrito a una joven que distraída con el móvil no ha cambiado de acera. La chica, después de buscar nerviosa en su bolso te lo entrega y te cuadras de manera teatral. Oyes risas, sabes que te miran los demás. Entras en la cola (dentro de un orden) de un comedor de caridad.

Los culos callejeros de los mendigos no acaban de acomodarse en las sillas de formica marrones. Hueles a lejía. Haces un gesto con la nariz de desagrado. Pides a Evaristo que adivine el menú del día.

¿Y yo qué sé? —responde éste con desgana. Ahora escarba con el dedo en un orificio de su nariz con el arte de un malabarista de pelotas

Exclamas:

¡Chicharos y san jacobos! Lo sabes.

Sor Eusebia se afana con cucharón en mano en el reparto. Una media luna debajo de las axilas de su bata XXL delata que suda.

La ves venir y te preparas. Levantas la voz (quieres que se sienta halagada).

Pregunta:

Sor Eusebia, ¿dónde ha estado estos días? Cuando no está aquí esto no es lo mismo. Es usted una bendición.

La monja parece no escuchar. Sigue a lo suyo. Con el trasiego la toca se ha movido y deja ver unos pelos tiesos y canosos.

Coges el postre con la mano y te lo acercas a las gafas. Frunces la nariz y miras con asco el yogur de plátano. Prefieres los de fresa. Pides uno de éstos, “por caridad”.

La monja responde —No quedan. Mañana, Rufo.

Di:

-“Hijaputa”, lo tienes en la punta de la lengua. Estás a punto de soltarlo, pero te aguantas y te lo guardas allí por donde los efectos de los chícharos harán explosión Te conformas con eso.

Los jacarandás morado pasión que bordean la acera se imponen y perfuman con intensidad aquel ambiente. No entienden de caridad. Se desfloran sin más.


Vas de señorito y no es domingo. Colocas como cada año sobre tu sesera el sombrero de paja y …“carretera y manta”.

No pides. !Pon el vaso! No necesitas más. No cantas, no bailas, pero enseña tus melladuras día y noche (la siesta es buen momento, la digestión es buena para la risa tonta). Subes la famosa cuesta. Formas parte del cortejo.

El sol da de plano sobre las cabezas de los caminantes. Te echas la manta por encima del sombrero (conoces el truco de otros años) y dejas de ser anónimo. Eres original, eres…Rufo por aquí, Rufo por allá, Rufo, ven con nosotros a echar el rato…

¡Ve, coño! Escuchas tu nombre, oyes risa te sientes importante. Eres un peregrino famoso, un bufón por necesidad tuya y por la caridad de la gente.

Las carretas después de tanto traqueteo están varadas en las arenas. No pidas. Bebe lo que te echen. Estas achispado y aceptas carne mechada con broma incluida, garbanzos con espinacas y cachondeo, tortilla de papas con una invitación al cante por “burlerías”.

Miras como el de los tirantes con la bandera de España parte jamón. Te das cuenta de cómo le caen goterones de sudor que se limpia con el dorso de la mano con la que agarra el cuchillo. Observas cómo los que se le escapan van a empapar su barriga de embarazada cumplida.

Coges su sombrero del suelo. Le sacudes la arena y lo sostienes boca abajo como haces por costumbre con el vaso. El hombre seboso se da cuenta y te pregunta si quieres probar el jamón que tiene entre manos.

Contestas –Sí, quiero. Comes. No preguntas nada. Saboreas el jamón. Estás escuálido y no te disgusta la grasa.

El hombre del jamón es dueño de una mercería y vive con su madre a la que tiene como a una lady con pamela rosa adornada con flores de tul gris perla Ya has visto su foto en silla de ruedas. La saca de la cartera que guarda en el bolsillo trasero del pantalón cuando se acuesta para que no se le estropee. También lo has visto.

Las arenas y los pinos. La sombra. La siesta, el vino y el jamón bueno. ¡Vete a tomar …!



Hace tiempo que no vemos a Rufo —dice Doña Avelina— Se habrá mudado de iglesia. La gente de por aquí no es muy caritativa.

La interna la mira con cara de perro pachón.

Doña, cuando yo fui a buscar los papeles para ser legal bien que los pedí, ¡por caridad y más de una vez! Siempre me contestaban que no era lo mío. “Ajo y agua como dicen aquí”—se atreve a decir.

¿Dónde has aprendido eso? Lo que faltaba. ¡Anda, tú te vas a quejar! ¿Es que no ves las noticias de la tele, muchacha? —dice la doña.



No sacas el vaso en su puerta ni en ninguna de aquel barrio. Oyes por las esquinas que han asfixiado con una bolsa de basura al dueño de la mercería para robarle. Se acerca el verano y piensas en la playa como destino. Te vas, tienes sucursales en cualquier sitio. Eres el alma de tu banco, un alma para las almas caritativas que hay en todas partes.

Aquel mar parece de plata y envidias las risas de unos surfistas que lo dejan atrás con la puesta de sol. De manera inconsciente te remangas los pantalones y recorres la playa intentando apoyar tus pies en las huellas que dejan aquellos en la arena. Sonríes cuando te tambaleas en el intento de alcanzan las suyas con las tuyas. Pierdes el equilibrio y casi caes. No dejas de sonreír. Llegas hasta la orilla y sientes la espuma que dejan las olas en tus pies al retirarse. Estás convencido de que te llaman para platicar. “¡Son tan juguetonas!”. Te adentras cada vez más y más…



En el hangar donde los socorristas guardan las lanchas motoras ya han levantado la puerta de chapa. Estos bromean y exhiben músculo. En una caja con un rótulo de “objetos perdidos” se amontonan desde un top de un bikini (hay varios) hasta un audífono. También unas gafas atrapadas por algas pegajosas se dejan ver entre aquel revoltijo que suena a pajarera vacía.

No lejos de allí un niño hace torreones de arena con un vaso de plástico mientras otro levanta las murallas de lo que será un castillo hasta que suba la marea.

PAZ HIDALGO (del libro EGOS VARIABLES)

     

DERECHO DE PROPIEDAD (Rafael Guillén)

 

DERECHO DE PROPIEDAD

Unos fuertes golpes en el portón alteraron la tranquilidad reinante en el número 7 de la Rue des Grands-Augustins de Paris. El inquilino que habitaba en él no se inmutó; estaba acostumbrado a las interrupciones así que siguió trabajando en el lienzo que ocupaba una de las paredes del estudio. Los golpes se repitieron, esta vez con más fuerza. “Se tratará de algún reportero—pensó el artista—. ¡Son tan insistentes! ¿Es que nos se dan cuenta de que un pintor necesita que no se le distraiga cuando trabaja?”. Decidió no abrir. Quizá el visitante se cansara de esperar en la puerta. Fue en vano. De nuevo volvieron a llamar y esta vez incluso zarandearon el viejo picaporte. Resignado y fastidiado, el artista se dirigió a la entrada y abrió. Dos hombres con el desagradable uniforme negro de las SS entraron sin contemplaciones y se colocaron a ambos lados de la puerta. No era inusual que aparecieran por allí. Ya habían visitado al pintor en otras ocasiones para comprobar que sus papeles estaban en regla. Esta vez lo extraño era que no venían solos. Los acompañaba un individuo vestido impecablemente con un traje gris complementado con un sombrero a juego. Con ademán obsequioso le tendió la mano al artista.

Monsieur Picasso, ¿verdad? Soy Otto Abetz. Embajador del Reich en París. Encantado de conocerle.

El artista observó un instante la mano tendida antes de estrecharla desganadamente.

—Sí. Soy yocontestó lacónico.

—Vamos monsieur, alegre esa cara. No tiene usted nada de que temer. Esta es una visita de cortesía. Soy un gran admirador de su obra y de la pintura en general.

Abetz entró con decisión en el estudio y fijó su atención en los numerosos lienzos existentes. De vez en cuando se detenía ante alguno que le resultaba llamativo y se acercaba para observarlo mejor. Picasso le seguía de mala gana.

—Un arte singular el suyo, monsieur—dijo el alemán cuando acabó de examinar el último lienzo.

El pintor frunció el ceño.

—¿Singular? ¿Qué quiere decir con eso, embajador?-inquirió.

—¡Oh, vamos mi estimado amigo! No se ponga así. No es mi intención criticar su obra. Es magnífica sólo que…

Abetz se detuvo ante el siguiente cuadro y lo miró con detalle desde varios ángulos.

—¿Y bien?-preguntó Picasso.

El alemán sonrió antes de contestar.

—Sólo que…está lejos de lo que podríamos denominar “cánones artísticos imperantes”.

—¿Y cuáles son esos cánones si puede saberse?

—Los que se fijan desde Alemania, por supuesto—contestó Abetz—. Lo demás se considera...¿Cómo se podría decir...? Arte marginal. Sí, eso es.

Picasso fue a replicar pero el embajador lo detuvo con un ademán.

—No se preocupe, monsieur. Su obra, aunque heterodoxa y difícil de clasificar, no está en cuestión. Puede usted seguir con su trabajo. Siempre que, claro está, no cause problemas al Reich.

—Mi única preocupación es trabajar en mis cuadros, embajador-dijo el pintor.

—Bien, entonces no ha de temer que nada le ocurra a sus pinturas. Una sabia decisión-concluyó el alemán.

Abetz dio por concluida la visita y se dirigió a la salida. De repente, reparó en una mesa sobre la que había apiladas algunas postales con reproducciones de cuadros. Cogió una al azar. En ella aparecía el famoso “Guernica” pintado apenas cinco años atrás.

—¿Es obra de usted, monsieur?

—No—respondió Picasso—, es obra totalmente suya.

                                                                                Rafael Guillén

domingo, 3 de abril de 2022

LAS ALAS (Carmen Soto)

 

LAS ALAS

Yo no soy celoso. La prueba es que nunca pretendí que Marian solo estuviese pendiente de mí. Me parecía bien que saliera alguna vez con sus hermanas, que hablara todos los días con su madre, que se tomara una cervecita con sus colegas… pero hay cosas a las que nunca le encontré sentido y que fueron los verdaderos obstáculos en la convivencia.

Marian prescindía con facilidad de las cosas que no necesitaba, pero no las tiraba, reconozco que tenía mucha habilidad para que llegaran hasta las personas que le pudieran dar buen uso. Yo admiraba tanto esa capacidad, como odiaba su deseo de mantener a su lado sus “vivencias”. Así llamaba ella a fotos, piedras, piezas artesanales… que tenían para ella un valor sentimental. Porque, joder, yo no soy celoso, pero es que esas “vivencias” las había vivido con otras personas, muchas veces con otros novios.

Ahí nunca nos pusimos de acuerdo, yo siempre le decía que había que dejar el pasado atrás y que si ella se empeñaba en guardar cosas era porque mantenía sentimientos hacia las personas y los sitios anteriores. Marian, al principio de nuestra relación me argumentaba muchas veces que cada uno es lo que es precisamente por lo que ha vivido, que donde se ha puesto el alma es donde se ha vivido de verdad, y que por eso sus “vivencias”, tenían tanto valor para ella, eran parte de su vida. A mí, lógicamente todo aquello me parecían cursiladas de novelita rosa.

Poco a poco, muchas veces sin intención, fui haciendo desaparecer aquellas piezas. Creo que Marian nunca sospechó ni temió que yo tuviera algo que ver con aquellas desapariciones, porque nunca se enfadaba conmigo cuando se perdía o se rompía algo. Pero, no sé por qué, se ensimismaba. Bueno no se ensimismaba, se ponía a hablar con Keta, no sé si era por una necesidad suya o para fastidiarme, porque Keta no era una “vivencia” más, era una “vivencia” viva.

A Keta lo trajo de Costa Rica un novio de Marian que había estado allí cumpliendo una misión de observador internacional. Se supone que un individuo que lleva esa tarea debe tener una conducta intachable ¡no?, pues no, no la tenía. Cuando terminó su misión en Costa Rica se trajo el loro sabiendo que es una especie protegida y que están prohibidas sus ventas y la salida del país. Lo consiguió con la ayuda de un veterinario corrupto, que le dio la medicación y los consejos adecuados para que Keta hiciera todo el vuelo intercontinental dormido.

Marian me contó varias veces cómo había conocido a Keta: “Traía las alas cortadas, era la primera vez que se las habían cortado. Su despertar hubiera sido más lento si no hubiese extrañado todo lo que le rodeaba. Keta, atemorizada, intentó volar, pero su aletargamiento y el tamaño de sus alas hicieron que cayera al suelo. La recogí y la tuve entre mis manos y mi cuello y así, cobijada, estuvo un rato, el tiempo que Keta tardó en despertar y observar el nuevo mundo al que había llegado. Creo que esos momentos determinaron nuestra relación”.

Eso me lo contó Marian muchas veces, creo que lo que pretendía era que yo entendiera la relación entre ella y el dichoso loro. Bueno, esa es otra cuestión, porque a mí me molestaba llamarlo por su nombre y tampoco me acordaba que era hembra. Ni una sola vez que yo dijera loro, dejaba Marian de aclarar que era lora o que se llamaba Keta.

La primera vez que vi al loro me sentí extraño. Marian le dijo: “Keta este es Tomé, y ahora dile tu cómo te llamas. ¿Cómo te llamas, Keta?” el loro dijo “Keta”. A mí me hizo gracia y solté una carcajada. Keta repetía la carcajada tan igual a la mía que parecía que yo me había reído varias veces. Me desconcertaba cuando miraba a la persona que hablaba como si siguiera la conversación. De vez en cuando repetía las últimas palabras.

Hasta que no comencé a convivir con Marian, no fui consciente de todo el espacio que ocupaba aquel bicho. Marian lo tenía todo preparado para que él pudiera desplazarse por la casa sin tener que estar siempre en el suelo, a veces colocando un palo entre dos muebles o soportes un tanto distantes, o aproximando objetos para que él pudiera llegar a los sitios dando pequeños saltitos. A veces se caía porque instintivamente iniciaba el vuelo.

He vivido con Marian cerca de dos años, al principio me esforzaba por aceptar al loro como el que acepta a un perro y sabe que el papel que le toca es secundario porque el perro ya tiene y reconoce a su amo. Algunas veces lo cuidé, procurando que no le faltara el agua o ayudando a que le recortaran las alas; había que cuidar que no saliera volando por la ventana y se perdiera.

Últimamente se había acostumbrado a no volar y no lo intentaba siquiera. Yo no me había dado cuenta, ¡qué sé yo de loros!, yo no distinguía si tenía las alas largas o cortas, todavía si hubieran tenido distinto color en la punta… pero no, eran verde. Verde desde el comienzo hasta el final. Marian, bajando mucho la voz, casi en un susurro para que el loro no la oyera, me dijo: “Keta” tiene las alas largas, pero ella no lo sabe”. No servía de nada que yo le razonara que un loro no comprende lo que oye, que solo lo repite.

Según fue pasando el tiempo y fui viendo la relación entre Marian y el puto loro, cada vez me sentía más incómodo. No podía soportar oír a Marian el relato de su llegada, los primeros momentos que pasaron juntos. Además, de todas las “vivencias” que había en la casa, el loro era la más significativa y la más difícil de eliminar. Pero yo delante de Miriam siempre hacía como si me llevara bien con el loro.

Hace unos días le dije a Marian que convenía recortar las alas de Keta porque va haciendo calor y cada vez es más frecuente que dejemos las ventanas abiertas. Marian estuvo de acuerdo y dijo que esta vez iba a aprovechar que tenía revisión con el veterinario para que él mismo lo hiciera, porque a ella cada vez le “dolía” más molestar a Keta. Tengo que reconocer que cuando volvieron, el loro estaba radiante, como recién salido de un salón de belleza. Por un momento pensé que si le “pasara algo” lo echaría de menos.

Cuando Miriam hace turno de tarde, es de noche cuando vuelve. Ese es el turno que peor lleva el loro, hace verdaderos esfuerzos para esperarla despierto, pero se le nota el cansancio. Era el mejor momento… Parecía que el puto loro sabía mis intenciones, me evitaba. ¡Por fin! Conseguí cubrirlo con un gran trapo, y teniéndolo así, inmovilizado, salí a la terraza. Todas las luces de la casa, un quinto piso, estaban apagadas. Reteniendo el trapo, lancé el loro con todas mis fuerzas al suelo de la calle, entré inmediatamente en el salón y me dispuse a hacer como si estuviera ocupado con el ordenador. Tenía el oído puesto en los sonidos que pudieran venir del exterior. Nada.

Sonó el móvil, por la sintonía supe que era Marian, pensé que debía mostrarme natural y cariñoso, pero no me dio esa oportunidad “¡Sal de mi casa para siempre!”, -me dijo.

No supe qué pasaba hasta que distinguí las dos voces:

    - Estamos en el portal de la casa, cuando subamos, cuando lleguemos, quiero que tú no estés.

    -  ¡puto loro, puto loro, puto loro!

    -  ¡Ah, y que sepas que a Keta no le habían cortado las alas!”


                Carmen Soto (Del libro "Ruiseñores y otros relatos")

sábado, 2 de abril de 2022

MÁXIMO DE PASTOR (Ana Mª Silván)

 

MÁXIMO DE PASTOR


De no haber sido por su perro Pecas, Máximo no habría podido realizar su sueño más deseado: ejercer de maestro en un pueblo cercano a Quintana del Castillo, su aldea natal, y escribir su experiencia de niño en forma de relato para sus alumnos. Cambió los nombres de los personajes, excepto el de su querido perro, porque su experiencia le indicaba que es más creíble la ficción que la realidad.

***

Mariano era un niño feliz. Sus padres, Vicente y Elena, un matrimonio pobre y honrado, sustentaban a la familia con el trabajo del campo y la ganadería. Durante el invierno, Mariano estudiaba en la ciudad. Pero cuando llegaba el verano, realizaba trabajos de labranza y tareas de pastor. Para él, ser pastor era una tarea gratificante, se diría que el mejor de los juegos.

Los días que llevaba las cabras y ovejas a pastar al monte se levantaba antes de amanecer. Se lavaba la cara, tomaba un vaso de leche azucarada migada con pan y salía al alba con el ganado hacia lo más alto de la montaña. Siempre le acompañaban dos perros: Taco y Pecas. Pecas era su favorito.

Mariano disfrutaba contemplando el lento clarear del firmamento, que tras la intensa oscuridad, poco a poco tomaba un color gris perlado, casi blanco. Y disfrutaba viendo la aurora que precede el despertar del sol, cuando aún la luna estaba presente entre las montañas y los destellos de un sol aún invisible en la línea del horizonte teñían las nubes de tonos rosados, rojizos y amarillos. Máximo pensaba que valía la pena levantarse temprano para ver tan singular espectáculo e incluso imaginaba que era un regalo la naturaleza exclusivo para él.

Conforme avanzaba el día las nubes se hacían blancas y se convertían en un caballo, en un columpio, en vagones de tren tirados por su máquina de vapor, en la lana apretujada de los corderos...e incluso en un platillo volante.

Durante la subida cuando el reloj marcaba la diez, hacía un alto en el camino para tomar el desayuno sentado sobre las piedras de una pequeña loma bajo la sombra de un castaño gigante, al lado de una fuente de agua cristalina y fría para contemplar el gran embalse que se embutía entre las montañas. A esa hora el sol se reflejaba oblicuamente sobre el agua y los días que bajaba el nivel del embalse, podía ver la torre derruida de la iglesia, y las ruinas del viejo pueblo de Oliegos, que había sido abandonado para la construcción del pantano.

Tras reponer fuerzas, seguía monte arriba hasta alcanzar los mejores pastos para el rebaño. Las ovejas iban ligeras, pegadas unas a otras, como un amasijo de caracolas blancas. Una vez allí, dejaba en libertad al rebaño sin perderlo de vista. Mientras pastaban, se sentaba en una gran piedra redonda, extraía del zurrón un libro de texto y aprovechaba para estudiar. Tenía interés por aprender. Soñaba con ser un buen maestro. Quería aprender de los libros y de la naturaleza para enseñar sus conocimientos a los alumnos...Los días en que el viento venía del este podía oír repicar las doce campanadas de la iglesia de Quintana, que avisaba de la hora del Ángelus. En ese momento los trabajadores hacían un descanso. Se quitaban la gorra, rezaban la oración del Ángelus a la Virgen, y aprovechaban para tomar un bocadillo y recuperar fuerzas para continuar sus tareas de labranza. Mariano seguía estudiando y después de comer, se tumbaba un rato a dormir en la hierba a la sombra de los robles

Por la tarde, mientras las ovejas pastaban entre los riscos, Mariano paseaba aspirando profundamente el olor a hierba fresca. Le gustaba observar las diminutas flores blancas y amarillas que asomaban con timidez entre el esplendor de las amapolas rojas. Conocía el nombre de todos los árboles y plantas que crecían en la montaña y distinguía con seguridad los sonidos que rompían el silencio. Tenía buen oído para la música; silbaba bien y era un entusiasta de la armónica y de la flauta que siempre llevaba consigo. Él mismo fabricaba sencillas flautas haciendo ojales con la navaja en el tallo de los juncos.

Cuando nacía un corderillo en el monte, vivía el momento con intensidad y se  emocionaba. Una vez fuera de la tripa de la madre, lo limpiaba con el agua de la fuente. Luego, lo cogía entre sus brazos para darle calor, lo arrullaba con canciones y lo ponía al lado de la madre.

Si una oveja se lesionaba, la tranquilizaba, la curaba, y al regreso, la cargaba sobre sus hombros hasta llegar al establo. Su corderilla favorita era Nube. La llamaba así porque su lana era tan blanca, que bien podría confundirse con cualquiera de las nubes iluminadas por los rayos del sol.

Cuando las ovejas rebrincaban o se enfadaban Mariano se mantenía firme. Las trataba como a niñas pequeñas, regañándoles sin brusquedad, pero con firmeza y  energía. Ellas parecían entenderle y poco a poco se calmaban. Dos horas antes del anochecer las agrupaba y las contaba. Si alguna quedaba rezagada iba a por ella y la espabilaba.

Uno de los días, era ya de noche y Mariano no había regresado a casa. A Elena su madre le preocupaba el retraso, puesto que no era habitual en el niño. Le añadió aún más inquietud el que Pecas llegara a la casa, jadeante y nervioso. Felicitas pidió a los vecinos que la ayudaran a buscarlo. El perro seguía excitado y parecía que sus movimientos indicaban la necesidad de que le siguieran. Los vecinos decidieron seguir la pista del animal, que conforme se iba aproximando al lugar donde se encontraba su amigo, ladraba alertando de la cercanía. Al fin encontraron a Mariano, inconsciente y tendido en el suelo. Tenía rasguños en los brazos y en las piernas, y la ropa hecha jirones y manchada de sangre. Le zamarrearon y le echaron agua por el rostro. Cuando despertó, aunque sin fuerzas, pudo reconocer a su madre.

        ¿Qué te ha pasado hijo mío?

        Fui a rescatar a una oveja que se había enredado entre los matojos. Estaba encima de un risco muy alto. Tan rápido quise ir por ella que tropecé con una piedra y me caí. No recuerdo más.

Varios hombres fuertes lo bajaron con mucho cuidado y lo llevaron hasta su casa. Cuando llegaron el médico ya estaba allí.

Ha tenido una conmoción cerebral –dijo tras el reconocimiento–. Pero afortunadamente ha recuperado la conciencia y tiene sentido de la orientación. De momento, debe permanecer en reposo veinticuatro horas.

Después de unos días de descanso, Mariano se recuperó por completo y continúo su alegre labor de pastor. A partir de entonces, Juanito su hermano menor se empeñó en acompañarle. Los dos se querían mucho y lo pasaban muy bien juntos. Se divertían oyendo el eco en las paredes de la presa del pantano y repetían la experiencia una y otra vez sin cansarse. También cogían castañas; tendían una manta bajo los castaños y tiraban piedras a los erizos que colgaban del árbol hasta hacerlos caer sobre la manta. Luego, los machacaban con piedras y, con cuidado de no arañarse, extraían una a una  las castañas. Algunas se las comían; el resto las ponían en un cesto y se las llevaban a su madre. A Publio le gustaba jugar a las canicas. Mariano solía dejarle ganar. Cuando el pequeño lo descubría, se enfadaba, pero tras un pequeño lloriqueo los dos se hacían bromas y se echaban a reír.

Otras veces, colocaban dos o tres piedras grandes a modo de palos de una portería y jugaban al fútbol. Hacían apuestas sobre quién metería más goles. Casi siempre ganaba el pequeño con gran regocijo por parte de los dos.

En ocasiones, el pequeño, cansado, se quedaba dormido, reclinado sobre el tronco de un árbol. Estaba seguro que si no despertaba, su hermano lo llevaría en brazos a casa.


Un día, que regresaban con el rebaño, se levantó de repente una fuerte tormenta con truenos estremecedores, precedidos de relámpagos zigzagueantes en el negro horizonte. El retumbar aumentaba en el silencio del monte y Juanito comenzó a llorar, aterrorizado... Había oído decir que un señor se había muerto de repente porque le había alcanzado un rayo. Mariano le tranquilizó:

—No llores...No nos va a pasar nada.

—Me dan mucho miedo los rayos y los truenos...¿Nos vamos a morir?

De ninguna manera. Llegaremos pronto a casa. Los rayos son peligrosos cuando están cerca, pero los que vemos están todavía muy lejos.

           ¿Por qué sabes que están lejos?

         Muy sencillo: porque ha pasado mucho tiempo entre el relámpago y el trueno. Si la tormenta estuviera cerca, el relámpago se vería en el mismo instante en que se oye el trueno.

El pequeño, aliviado, dejó de llorar.

En el establo, Mariano llamaba a cada oveja por su nombre: Blanquita, Morena, Rizada, Lucero...Cerraba la puerta del establo con la aldaba y las ordeñaba. Antes, fregaba y limpiaba bien dos calderos: uno lo llenaba de agua y el otro lo dejaba vacío para la leche. Se lavaba bien las manos y, sentado en un taburete bajo, limpiaba a fondo con jabón las ubres de las ovejas antes de sacar la leche. Juanito le miraba extasiado y le pidió que le enseñara a ordeñar.

De acuerdo. Lávate bien las manos, acerca un taburete y ponte a mi lado.

Mariano cogió entre las suyas las manitas del pequeño para ayudarle a exprimir las ubres de las ovejas. El niño se sentía feliz viendo la salida del chorro de leche caliente que caía al caldero, mientras que las ovejas permanecían mansas, agradecidas por las suaves caricias de las pequeñas manos.

La vida de Mariano transcurría feliz. Poco imaginaba que debería enfrentarse a un avatar inesperado.

Ocurrió un día de intenso calor. Al atardecer, cogió su libro favorito y buscó un sitio que le aportara la tranquilidad necesaria para concentrarse en el estudio Dejó a su hermanito entretenido leyendo cuentos y subió a lo más alto de la montaña donde se erguían varios castaños gigantes y cerca de ellos brotaba una fuente transparente que calmaría su sed y le refrescaría la cara.

Mariano conocía la existencia de lobos en la Cepeda. Algunas veces oía comentarios sobre desgracias que ocasionaban. Pero jamás tuvo miedo. Además los lobos no solían acercarse demasiado al poblado. Sin embargo esa tarde, alguien más necesitaba saciar su sed y conocía bien donde hacerlo. Mariano no oyó llegar al lobo que tras un leve aullido se abalanzó sobre él. El pastor reaccionó rápido y entabló una lucha cuerpo a cuerpo con el animal. Pecas, que estaba con el rebaño, al ver la pelea, acudió a todo trote para defender a su amo. Mordió al lobo, y lo hirió de gravedad en las patas traseras. La bestia se alejó cojeando de aquel lugar dejando un abundante rastro de sangre por el camino.

La ropa de Mariano quedó rasgada pero su cuerpo solo sufrió algunos arañazos producidos por el lobo.

***

Han pasado veinte años y los alumnos de Máximo han quedado entusiasmados tras leer el cuento escrito por su maestro. Uno de ellos levantó la mano.

            —¿Tienes alguna pregunta, Ramón?

            —Sí, señor maestro. Ese niño...¿Era usted?

            Máximo sonrió.

Ana María Silván.

miércoles, 30 de marzo de 2022

ANZUELOS (Rafael Guillén)

 

ANZUELOS

    La tienda de utensilios para pesca del señor Fischer estaba extrañamente vacía ese sábado por la mañana. Luego supe que la mayoría de la gente del pueblo había ido a un festival de música folk que se celebraba cerca de allí. Ya sabéis cómo va esto: cerveza a raudales, carne chamuscada, niños correteando por doquier, padres jugando de nuevo a ser críos... Algo poco motivador para un chico de catorce años recién cumplidos como era mi caso.

    Aprovechando la escasez de público pude plantearle con total libertad al señor Fischer las dudas que me corroían sobre el tema que tenía entre manos. Ni más ni menos que la captura del “General Sherman”: el mayor barbo que vivía en las profundidades del lago Snow, catalogado por los pocos que habían conseguido verlo, como un monstruo verdoso de casi un metro de longitud. Muchos habían intentado pescarlo con toda clase de tretas: lombrices gigantes, cangrejos, maíz...Todo inútil. El pez probaba el cebo algunas veces pero nunca mordía el anzuelo. Parecía como si dijese: “ ¡Eh, estúpidos! Que soy el “General”. Un poco de respeto. Pensáis que con fruslerías como estas podéis atraparme. ¡Imbéciles!”

    El motivo principal que me impulsaba a capturar al gran pez no era otro que Jenny Stuart. Una belleza de mi misma edad que había prometido ser mi novia si conseguía que el “General Sherman” cayese en mis redes. La perspectiva de ir de su mano por el patio del colegio a la vista de todos hacía que ningún obstáculo me pareciera lo suficientemente grande para el éxito de mi proyecto. Sólo me faltaba algo de consejo profesional sobre el tipo de anzuelo adecuado. Y por eso me hallaba allí frente al viejo señor Fischer que me miró con una mezcla de incredulidad y desprecio antes de advertirme severamente.

    — Hijo, ¿esto no será una broma pesada, verdad? Porque si es así y quieres burlarte de un anciano respetable como yo te voy a dar una lección con mi bastón que nunca olvidarás. ¿Quieres sentir cómo acaricia tu trasero, eh? ¿Quieres?

    Me llevó un buen rato hacer comprender al viejo que no pretendía reírme a su costa. Lo logré exponiéndole todos mis conocimientos sobre pesca que mi abuelo John me había ido enseñando a lo largo de los años. Cuando acabé, el señor Fischer me miró con algo de respeto aunque todavía tuvo tiempo de expresar sus dudas acerca de mis posibilidades para capturar al “monstruo”.

    — Muy bien, chico listo. No se puede negar que sabes muchas cosas sobre pesca. Y el anzuelo que te voy a vender es de lo mejorcito del mercado pero hay un aspecto del que no me has hablado y que será fundamental para que pique el pez. ¿Sabes cuál puede ser?

    — ¿De que se trata, señor Fischer?-dije lo más humildemente que pude.

Me miró con condescendencia mientras rodeaba el mostrador y se situaba frente a mi.

    — ¿Y aún lo preguntas? ¡Pues vamos listos! El cebo. El cebo, chaval. Sin el adecuado no pescarás más que algún renacuajo despistado y eso con suerte porque además no te veo con muchas fuerzas para sujetar la caña.

    — ¡Aaah, el cebo! Sí. No hay problema. Lo tengo todo pensado-contesté.

    — Sí, el cebo. ¿Qué mierda piensas poner en la punta del anzuelo? ¿Gachas de avena?-rió con ganas.

    — No, señor. Algo mejor. Algo definitivo que hará que el pez salte a mi red como si nada.

    ¿Ah, sí? ¿Y de qué estamos hablando si puedo enterarme? Me interesaría mucho saberlo-dijo burlón.

    — Es un secreto, señor. Pero si pesco al “General” prometo venir y contárselo.

     Pues si es así, me quedaré sin saberlo toda mi vida. Anda, anda. Coge tu anzuelo y sal ya de la tienda que no estoy hoy para escuchar tantas tonterías.

    Los días siguientes fueron de lo más excitante. Iba cada tarde al lago con mi caña, el anzuelo que me vendió el viejo y una buena dosis de pan de centeno mezclado con azafrán: el cebo secreto que mi abuelo ideara hacia ya muchos años y que tan buenos resultados le dio siempre. Picaron algunos buenos ejemplares pero no vi ni por asomo rastro del que a mi me interesaba.

    Día tras día siempre sucedía lo mismo hasta que decidí variar mi rutina. No sabría decir que fue lo que me impulsó a ir al lago justo antes de amanecer, pero no cabe duda de que fue una magnífica idea. Sentado sobre una enorme piedra casi circular en la orilla sur encendí un cigarrillo. Apenas hacerlo percibí difusamente una sombra en la superficie del lago. Empezó a moverse en círculos, al principio lentamente y luego más rápido hasta que de improviso una enorme cabezota con largos bigotes emergió del agua. No había duda. Estaba ante el “General Sherman” en persona.

    Lancé a toda prisa la caña y me pasé la hora siguiente en una lucha denodada con el pez. Cuando ya parecía que lo tenía en mis manos, el muy puñetero se las arreglaba para escabullirse tras las rocas del fondo. Así una y otra vez como si ambos ejecutáramos una danza sincronizada. Pero pronto empecé a notar que el “General” tiraba del sedal con menos fuerza hasta que al cabo de unos minutos supe que pronto lo tendría en mi red. Cuando ya fue mío dediqué unos momentos a observarlo con atención y respeto. Había sido un buen contrincante y le debía al menos eso. Luego lo metí en la red y salí disparado hacia la casa de Jenny. Mi premio me esperaba.

    Jenny se hallaba en el columpio de la entrada de casa balanceándose a buen ritmo. Parecía muy contenta. Pero no estaba sola. A su lado, dándole impulso, había un tipo alto y fuerte de unos veinte años al que me presentó como su primo Jim. Nos estrechamos las manos con fuerza y algo de desconfianza. Jim reparó en la red que sostenía a duras penas en mi mano derecha.

    —¿Qué demonios llevas en esa red?

    — Si, Phil, dinos, qué llevas ahí-preguntó Jenny.

    —¡Es el “General Sherman”, Jenny! Lo acabo de capturar hace un rato. ¡Mira qué preciosidad!

    Jenny observó el pez con curiosidad pero enseguida mostró una mueca de asco.

    — ¡Puaaaf! Huele a cieno y es repugnante con todas esas manchas. Llévatelo lejos, Phil.

    — Pero es el “General Sherman” y tú me prometiste…

 —¿Prometí? ¿Qué prometí? No recuerdo haberte prometido nada. Es el bicho más feo que he visto nunca y lo único que quiero es que lo saques de mi jardín. Ahora. Además me tengo que ir. Jim me va a llevar en su Yamaha nueva al centro comercial.

    Jenny se dio entonces la vuelta y seguida por Jim montó en la motocicleta. Los vi alejarse por Main Street a toda velocidad mientras yo aún seguía sosteniendo al “General” en mis manos.

    Nunca volví a intentar pescar pez alguno en toda mi vida.

Rafael Guillén



martes, 29 de marzo de 2022

IDUS DE MARZO (Mª Dolores Camacho)

                                  IDUS DE MARZO


Siempre he imaginado a los idus de Marzo como duendes de fábulas. Buenos y malos, terribles y traviesos. Ellos manejan a su antojo este mes insólito en el que el invierno se transforma en primavera. Se fusionan sin respetar la fecha prevista para el evento. Se distorsionan y confunden entre rebaños de nubes y hostiles vientos del este y de poniente, o se balancean como graciosos cupidos en los rayos de un sol sorprendente.

Intuyo su invisible presencia. Los idus son libres, etéreos, inadmisibles, variantes, dislocados. Son leyenda, cuento, utopía. Mentira. Pero ahí están, impalpables y cercanos en la angosta sensación de una primavera que no acaba de abrirse, que no acaba de ser, seguramente porque los idus andan enredados entre ellos como marionetas manipuladas por un niño irascible.

Miro al cielo y los veo cabalgar en un cielo racheado persiguiendo los últimos resquicios del invierno. Miro hacia la luz y allí están, como hilos de cobre de una vieja princesa que se murió hace tiempo. Contemplo el paisaje desde la perspectiva de mi asombro y descubro un ejército de flores silvestres dispuesto a la victoria. En los árboles, los brotes de rizos verdes tejen paracaídas de polen. Y luego viene la lluvia como una bailarina que despliega sus transparencias ante el violín de los trinos alados.

Locos idus. Malditos idus que a veces cortan de raíz la savia de los humanos. Porque Marzo es un buen mes para la vida y también para la muerte. En Marzo se nace y se muere como en un gran hospital con parterre y macizos de flores. Muere el invierno, nace la primavera, se cicatrizan las heridas de la poda homicida. Vuelven los pájaros de otros territorios con ese aire extranjero y distante con que nos miran desde la altura. Vuelve el ayer en forma de una rosa roja, de una rosa blanca de un recuerdo marchito en un jarro de agua. La foto que nos mira desde la eternidad inmarcesible. La primavera ha parido un niño marrón y rubio como un gnomo del bosque que renace.

Camino perseguida por idus transparentes y elásticos como velos de humo. No quiero enfrentar sus caras, si la tienen, porque ellos representan el misterio, lo ingrávido, lo esotérico en una realidad precisa y displicente. Son leyenda y fantasma, duendes de corral y tejados, horizonte de una cercanía reveladora.

Y de pronto los encuentro allí, en la estación de ferrocarril, a medio metro de las vías del tren disfrazados de ovejas bíblicas de miradas impávidas, sucia la lana del roce con el negro rastrojo de las eras, gutural el balido diseminado por el viento, pastando una hierba que crepita de verdes. Rebaño insólito brotado de la tierra en una sola noche como un mundo de hongos, con sus crías palpitantes de puro algodón o lino, a saber de donde tanta tierna blancura.

Pasan dos viejas cigüeñas con dos idus montados sobre ellas, tirando de sus bridas, conduciéndolas hacia el ocaso inmediato. Y me quedo fija y quieta entre las dos direcciones de los trenes, entre el invierno y la primavera que se enlazan en un largo beso de llegada y despedida. No quiero marcharme de este instante encontrado. Pero un pequeño idus me tira de la falda, llorando. Se ha perdido y siente temor de sombras. Lo cojo de la mano y echo a andar con él hacia la nada.

                                                      Mª. Dolores Camacho

CENTÉSIMO VIGÉSIMO ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO DE GEORGE ORWELL (1903-2023)

George Orwell, seudónimo de Eric Blair, nació en Motihari (India) el 25 de junio de 1903, falleciendo en Londres el 21 de enero de 1950. E...