HOMELESS
¡Búscale
las vueltas! Llega pronto, no te confíes, aunque ella salga de las
últimas. A las doce y media está bien, tiene muchos candidatos.
Observas
el semáforo de la esquina. Tienes las piernas ágiles como gacelas
en el desierto del asfalto, pero no ves tres en un burro y menos el
semáforo en naranja con tres coches impacientes.
Te
colocas las gafas en su sitio (antes limpias sus cristales), te subes
los pantalones que se te escurren y con el pañuelo que has utilizado
aseas también el escalón donde luego asientas tus reales posaderas.
Sacas del bolsillo el vaso algo aplastado. Lo enderezas y oteas el
horizonte. No hay “moros en la costa” ni tienes que subirte al
carajo. Estás tranquilo.
Los
primeros empiezan a salir de la misa de doce. Ella, como siempre sale
de las últimas con la inmigrante sin papeles, que te va a mirar mal,
como siempre.
No
dejas de enseñar las melladuras de tu boca. Sonríe siempre. Coges
el vaso con la mano, lo levantas y empiezas a escuchar el tintineo.
Los dedos de los fieles actúan. Dices con voz de plañidera: “Por
caridad, una limosna por caridad”. No olvidas decir a los niños a
los que sus papás encargan entregar la moneda: “¡Gracias, guapo o
que Dios le dé salud!” Así te aseguras la próxima.
La
mamá esboza una sonrisa de satisfacción. El papá le pasa la mano
por la cabeza. El niño se vuelve y te mira con curiosidad.
Oyes:
¿Por qué ese hombre es pobre, papá?
Piensa
y dilo: “Por la puta caridad”.
Piensas,
pero no lo dices. Solo te rascas la cabeza.
Doña
Avelina aparece por fin. Se coge del brazo de la “interna”. Más
bien se deja caer. Sus carnes huelen a colonia de marca. Arrastra los
pies.
Te
levantas, te pones de pie. La miras como quien ve a la Virgen antes
de que ella deje de hablar con otra feligresa de su quinta.
Te
ve y se dirige a ti. Se para, quiere palique y tú lo sabes. Te
interesas por sus cataratas. Preguntas por la fecha de su operación.
Haces gala de tu erudición. Hablas del cristalino, la córnea, la
lente y el láser. Te sientes en este momento tu padre, oftalmólogo
de fama en su tiempo. No te das cuenta del billete de diez euros que
deja en el vaso. Estás en otro mundo. Lo ves cuando ella con
dificultad se da media vuelta.
Te
dice: “Adiós, Rufo”. Cuando se gira y ya camina hacia su casa
oyes: “!Cómo se nota que este mendigo ha nacido en el barrio de
Salamanca!” Incluso también oyes responder a la “interna”: “Y
yo he nacido en Barranquilla como Shakira”. Te fijas en el culo de
ésta y en sus muslos gordos apretados por unos vaqueros que subrayan
sus pistoleras. Tú no tienes de esas.
Después
te enderezas, te sacudes los pantalones y sientes que eres por un día
a la semana, el bendito domingo, Rufo Santiesteban. Dejas atrás al
mendigo y te sientes un caballero con el caché de un Babieca. ¡Sabes
que vas de reconquista, recuerdas tu colegio de los Marianistas (el
de ministros y hasta presidentes del Gobierno) y… al galope!
Te
vas acercando a la terraza de los Alcores. Hueles a fritanga e
imaginas el adobo antes de llegar. Doblas la esquina. “¡A por
ellos!”. Ojeas el panorama. No hay una mesa vacía. El público
está contento. Hablan y comen a la vez. Vuelves a mirar. Ahora te
fijas en los platos con restos grasientos. ¡Deduce! Acércate y
hazte el remolón como quien no quiere la cosa.
Preguntas:
—Perdone
caballero, ¿se van a ir, por casualidad?
Escuchas
a la señora —¡Pepe, tendrás ya ese culo de cerveza hecho un
caldo!
Sientes
la cara de mala leche con la que te mira Pepe. Sigues allí de pie
fumando una colilla que has recogido del suelo en la puerta de la
iglesia. Miras al vacío. Das dos o tres caladas. No tardas en
escuchar el chirriar de la butaca de aluminio que arrastra la mujer
de Pepe. Miras la mesa. Ves cacahuetes y restos de aceitunas. No te
das ni cuenta de la brusca levantada de Pepe.
Te
sientas, te sientes en la gloria en la que te ha colocado Pepe. Oyes
al rato (no sabes cuánto tiempo llevas allí):
—¿Qué
va a tomar el caballero?
Responde
con seguridad:
—Una
cerveza Cruzcampo de barril y una tapa de ensaladilla. ¡Bien
fresquita y tirada bien, muchacho!
Te
fijas en dos niños que juguetean alrededor. Los utilizas como cebo
para pescar la atención de sus padres, tus vecinos de mesa. Intentas
llamar la atención de los críos con alguna gracia.
Di:
—¿A qué os cojo, bribones? Haces un intento de levantarte para
asustarlos. Juegas con ellos que ríen nerviosos.
Los
padres te miran con desconfianza y entonces hablas de tus nietos.
Haces un intento de buscar en los bolsillos, primero uno, después
otro. Das un golpe en la mesa de contrariedad. Te echas la mano a la
frente. Hablas de la crisis con rabia y de Alemania como destino.
Mientes y lo sabes. Es tu trabajo, pero en estos momentos, que eres
un caballero, te toca los cojones.
Cuando
no dan señales de conmoverse por tus palabras y gestos cambias de
tema. !Inténtalo de nuevo! (hoy no te conformas). No te avergüenzas
de tus orígenes, todo lo contrario, presumes de ello como un título
heredado que te sacas del grupo de los que has oído llamar
“vergonzantes” a las señoras que van de voluntarias al comedor.
¡Atrévete y dilo!: eres un homeless (has escuchado que con el
inglés se apabulla).
Das
la sensación de conocerlos del barrio. Preguntas si viven en la
calle de Los Olmos. El papá te pregunta si quieres sacarles el
carnet de identidad. Te corta el camino y notas que no te mira bien.
Como último recurso hablas de derbi.
Te
molestas cuando llaman a los niños y se levantan. Intentas darte
importancia. Sin venir a cuento les cuentas la verdad., que tu padre
fue un médico de prestigio en los años50 y que tenía un mayordomo
alemán que recibía a los pacientes.
No
hay reacción por su parte, sino todo lo contrario. Pronosticas
entonces problemas de salud para ella como una gitana desairada. Di:
“Eso no se cura”, señala su entrecejo.
Estás
sentado en la terraza con las mesas de ambos lados vacías y no
consigues que la mayonesa de la ensaladilla deje de resbalar por las
comisuras de tus labios.
Gritas
con voz gangosa:
—¡Niñoo!,
¿qué te debo?
Aquel
trozo de acera donde hacen cola los sintecho huele a tetrabrik Don
Simón y a orines secos. Llamas a Evaristo para que se ponga junto a
ti en la cola. Le dices que no es bueno no “platicar”. Te dice si
no te cansas. Filosofas sobre las ventajas del arte del lenguaje. Le
aseguras que la locura es una consecuencia de la falta de este. Él
no te sigue. Se toca la entrepierna varias veces con gesto de
desgrado.
—¿No
crees, compañero, que la comida que nos dan las Hermanas nos
perjudica? —dices. Demasiados hidratos de carbono y pocas
proteínas. Deberían hacer un curso de Dietética y Nutrición.
—¡Coño,
lo que sabe el cabrón! Ni te entiendo ni me importa—contesta
Evaristo— Me conformo con llevar la panza llena.
—No
te molestes, amigo. El control mental es importante para nuestro
oficio.
El
oficio de chalao, ¿no? —dice otro de ellos.
Te
separas del grupo y pides “por caridad” un cigarrito a una joven
que distraída con el móvil no ha cambiado de acera. La chica,
después de buscar nerviosa en su bolso te lo entrega y te cuadras de
manera teatral. Oyes risas, sabes que te miran los demás. Entras en
la cola (dentro de un orden) de un comedor de caridad.
Los
culos callejeros de los mendigos no acaban de acomodarse en las
sillas de formica marrones. Hueles a lejía. Haces un gesto con la
nariz de desagrado. Pides a Evaristo que adivine el menú del día.
¿Y
yo qué sé? —responde éste con desgana. Ahora escarba con el dedo
en un orificio de su nariz con el arte de un malabarista de pelotas
Exclamas:
—¡Chicharos
y san jacobos! Lo sabes.
Sor
Eusebia se afana con cucharón en mano en el reparto. Una media luna
debajo de las axilas de su bata XXL delata que suda.
La
ves venir y te preparas. Levantas la voz (quieres que se sienta
halagada).
Pregunta:
—Sor
Eusebia, ¿dónde ha estado estos días? Cuando no está aquí esto
no es lo mismo. Es usted una bendición.
La
monja parece no escuchar. Sigue a lo suyo. Con el trasiego la toca se
ha movido y deja ver unos pelos tiesos y canosos.
Coges
el postre con la mano y te lo acercas a las gafas. Frunces la nariz y
miras con asco el yogur de plátano. Prefieres los de fresa. Pides
uno de éstos, “por caridad”.
La
monja responde —No quedan. Mañana, Rufo.
Di:
-“Hijaputa”,
lo tienes en la punta de la lengua. Estás a punto de soltarlo, pero
te aguantas y te lo guardas allí por donde los efectos de los
chícharos harán explosión Te conformas con eso.
Los
jacarandás morado pasión que bordean la acera se imponen y perfuman
con intensidad aquel ambiente. No entienden de caridad. Se desfloran
sin más.
Vas
de señorito y no es domingo. Colocas como cada año sobre tu sesera
el sombrero de paja y …“carretera y manta”.
No
pides. !Pon el vaso! No necesitas más. No cantas, no bailas, pero
enseña tus melladuras día y noche (la siesta es buen momento, la
digestión es buena para la risa tonta). Subes la famosa cuesta.
Formas parte del cortejo.
El
sol da de plano sobre las cabezas de los caminantes. Te echas la
manta por encima del sombrero (conoces el truco de otros años) y
dejas de ser anónimo. Eres original, eres…Rufo por aquí, Rufo por
allá, Rufo, ven con nosotros a echar el rato…
¡Ve,
coño! Escuchas tu nombre, oyes risa te sientes importante. Eres un
peregrino famoso, un bufón por necesidad tuya y por la caridad de la
gente.
Las
carretas después de tanto traqueteo están varadas en las arenas. No
pidas. Bebe lo que te echen. Estas achispado y aceptas carne mechada
con broma incluida, garbanzos con espinacas y cachondeo, tortilla de
papas con una invitación al cante por “burlerías”.
Miras
como el de los tirantes con la bandera de España parte jamón. Te
das cuenta de cómo le caen goterones de sudor que se limpia con el
dorso de la mano con la que agarra el cuchillo. Observas cómo los
que se le escapan van a empapar su barriga de embarazada cumplida.
Coges
su sombrero del suelo. Le sacudes la arena y lo sostienes boca abajo
como haces por costumbre con el vaso. El hombre seboso se da cuenta y
te pregunta si quieres probar el jamón que tiene entre manos.
Contestas
–Sí, quiero. Comes. No preguntas nada. Saboreas el jamón. Estás
escuálido y no te disgusta la grasa.
El
hombre del jamón es dueño de una mercería y vive con su madre a la
que tiene como a una lady con pamela rosa adornada con flores de tul
gris perla Ya has visto su foto en silla de ruedas. La saca de la
cartera que guarda en el bolsillo trasero del pantalón cuando se
acuesta para que no se le estropee. También lo has visto.
Las
arenas y los pinos. La sombra. La siesta, el vino y el jamón bueno.
¡Vete a tomar …!
—Hace
tiempo que no vemos a Rufo —dice Doña Avelina— Se habrá mudado
de iglesia. La gente de por aquí no es muy caritativa.
La
interna la mira con cara de perro pachón.
—Doña,
cuando yo fui a buscar los papeles para ser legal bien que los pedí,
¡por caridad y más de una vez! Siempre me contestaban que no era lo
mío. “Ajo y agua como dicen aquí”—se atreve a decir.
—¿Dónde
has aprendido eso? Lo que faltaba. ¡Anda, tú te vas a quejar! ¿Es
que no ves las noticias de la tele, muchacha? —dice la doña.
No
sacas el vaso en su puerta ni en ninguna de aquel barrio. Oyes por
las esquinas que han asfixiado con una bolsa de basura al dueño de
la mercería para robarle. Se acerca el verano y piensas en la playa
como destino. Te vas, tienes sucursales en cualquier sitio. Eres el
alma de tu banco, un alma para las almas caritativas que hay en todas
partes.
Aquel
mar parece de plata y envidias las risas de unos surfistas que lo
dejan atrás con la puesta de sol. De manera inconsciente te remangas
los pantalones y recorres la playa intentando apoyar tus pies en las
huellas que dejan aquellos en la arena. Sonríes cuando te tambaleas
en el intento de alcanzan las suyas con las tuyas. Pierdes el
equilibrio y casi caes. No dejas de sonreír. Llegas hasta la orilla
y sientes la espuma que dejan las olas en tus pies al retirarse.
Estás convencido de que te llaman para platicar. “¡Son tan
juguetonas!”. Te adentras cada vez más y más…
En
el hangar donde los socorristas guardan las lanchas motoras ya han
levantado la puerta de chapa. Estos bromean y exhiben músculo. En
una caja con un rótulo de “objetos perdidos” se amontonan desde
un top de un bikini (hay varios) hasta un audífono. También unas
gafas atrapadas por algas pegajosas se dejan ver entre aquel
revoltijo que suena a pajarera vacía.
No
lejos de allí un niño hace torreones de arena con un vaso de
plástico mientras otro levanta las murallas de lo que será un
castillo hasta que suba la marea.
PAZ HIDALGO (del libro EGOS
VARIABLES)