AQUELLA SEMANA SANTA…
A la ESPERANZA DE TRIANA
¡Por fin iba ser escuchada!
Me costó creerlo. No podía dormir. Me levanté sin saber bien para qué. Felipe roncaba y no me atreví a despertarlo para que compartiera mis nervios.
El ruido del camión de la basura sonaba sucio y rompía la magia de aquel día que iba a desvirgar mi silencio de años.
No sé bien el porqué, pero, creo, fue algo instintivo el que me dirigiera al cuarto de baño y me mirara al espejo. Encontré a una mujer ajada. No me reconocí. Hacía años que no me miraba. “¿Para qué, si tienes la vista cansada? No te des más trabajo”
Luego, opté por un vaso de leche caliente, que hizo su efecto relajante.
Me sacó de mi abstracción el llanto del bebé del 3ºderecha. “¡Seguro tiene hambre, no hay más que verlo!” Era mantecoso como su mamá a la que daban permiso en la oficina para amamantarlo durante las horas de trabajo. “Con las prisas se debe quedar con ganas y se desquita por la noche”.
Acabé por dormirme y soñé que estaba desnuda en medio de un circo romano. No había leones, pero me sentía observada por ojos sin cara, ojos de fantasmas.
Mi familia y yo vivíamos en un piso de Triana hacía algo más de treinta años. Destacaba en su entorno por su jardín cerrado alrededor del cual el arquitecto había distribuido los bloques de viviendas. Parece quiso conservar la esencia de los antiguos corrales de vecinos sustituidos por pisos, pero con cuartos de baño incluidos.
Tengo la sensación de que lo consiguió. A menudo tenía “miarma” en la punta de la lengua. Era más que un modismo, era… un halago para mí.
Allí me estrené como madre. Allí elegí ejercer a tiempo completo como tal y allí me sentí también a menudo triste por eso de no poder multiplicar los talentos (ejercer fuera).
Mis hijos lo llenaban todo y yo los veía crecer escuchando sus ilusiones (a los fallos respondía con caricias). En las palabras, duras consejeras, siempre se me adelantaba Felipe. Luego venían los reproches entre nosotros dos a los que le respondía sin ser escuchada.
Javi, mi hijo mayor, seguía dormido cuando me levanté. Si no hubiera oído en su habitación los sonidos estridentes junto a las voces quejosas de Nirvana, su grupo preferido. Había vuelto a casa después de una experiencia fracasada (un negocio de informática y un socio que se había enrollado con su pareja).
Oí, sin embargo, a Felipe cerrar la puerta del piso y me extrañó. No solía irse a su trabajo sin despedirse. Era médico y trabajaba en la unidad de trasplantes de riñón del “Hospital Virgen del Rocío”.
Estaba en la ducha e intentaba regular la temperatura del agua que caía por la alcachofa parabólica, una Hansgohe, “el nombre de la sensualidad”, según rezaba su anuncio. No esperaba a Felipe y me sorprendí. Me besó en la mejilla y dijo que había vuelto para darme ánimos aquel día que sabía duro para mí. Intentó luego centrarse la corbata delante del espejo que el vaho había manchado y se fue por donde había venido.
“Es mi día “D” y no voy a desembarcar en territorio ajeno sin casco.” La peluquería
no fue un problema. Se ubicaba en los bajos del edificio.
De vuelta a casa cogí una cartera de mano (imitación de piel) que Felipe había desechado. Con ella y los nervios del momento tiré al suelo una foto que mi hijo Nacho había mandado desde Lille donde se encontraba disfrutando de una Erasmus. Se rompió el cristal del marco. Sentí lastima e intenté recoger los trozos.
Reaccioné. “Lina, llegó la hora. ¡Ponte de una puñetera vez el chip de profesora universitaria!”
Me lancé por fin al ruedo.
En el autobús con destino a la Universidad mi oído, una vez más, se impuso a las palabras hilvanadas con tanta ilusión que intentaba memorizar durante el trayecto.
Entre risas los jóvenes hablaban imitando a Chiquito de la Calzada. Me parecieron divertidos. Luego uno de ellos sacó el tema de la Semana Santa y el tono se volvió trascendental. Entre tanto entusiasmo cofrade escuché; “¡Qué bonita es la Esperanza, mi Virgen es bonita de cojones!”
Las palabras de aquel joven universitario me descolocaron. ¡Iba a ser profesora de Fenomenología del Hecho Religioso!
En el tiempo que transcurrió hasta entrar para estrenarme como docente por mi cabeza pasaron relámpagos de explicaciones. Me agarré a una de las manifestaciones de la actitud religiosa como manera de unirse a la divinidad, la emoción, que se traduce, entre otras, en el arte religioso. No había duda, aquel joven y su expresión escandalosa traducían una emoción auténtica. El arte que cuidan y despliegan las cofradías era…para sacarlo de sus casillas.
Llegó la hora. El aula, la tarima y los alumnos entre expectantes y pasotas. Tomé la palabra.
-Yo he visto un cielo y una tierra nuevos (Ap 21,1-4) –dije con aplomo.
Por unos momentos se hizo el silencio hasta que uno de los estudiantes sentado en las últimas filas levantó la mano. Comentó que le gustaba más la frase de Martin Luther King “Yo tengo un sueño” pronunciada en las escalinatas del monumento a Lincoln en su marcha a Washington el 28 de agosto de 1963.
Fue suficiente.
-De acuerdo. ¡Cuéntame!, te escucho -contesté.
Artículo publicado REVISTA TRIANA primavera 2022
PAZ HIDALGO
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