sábado, 2 de abril de 2022

MÁXIMO DE PASTOR (Ana Mª Silván)

 

MÁXIMO DE PASTOR


De no haber sido por su perro Pecas, Máximo no habría podido realizar su sueño más deseado: ejercer de maestro en un pueblo cercano a Quintana del Castillo, su aldea natal, y escribir su experiencia de niño en forma de relato para sus alumnos. Cambió los nombres de los personajes, excepto el de su querido perro, porque su experiencia le indicaba que es más creíble la ficción que la realidad.

***

Mariano era un niño feliz. Sus padres, Vicente y Elena, un matrimonio pobre y honrado, sustentaban a la familia con el trabajo del campo y la ganadería. Durante el invierno, Mariano estudiaba en la ciudad. Pero cuando llegaba el verano, realizaba trabajos de labranza y tareas de pastor. Para él, ser pastor era una tarea gratificante, se diría que el mejor de los juegos.

Los días que llevaba las cabras y ovejas a pastar al monte se levantaba antes de amanecer. Se lavaba la cara, tomaba un vaso de leche azucarada migada con pan y salía al alba con el ganado hacia lo más alto de la montaña. Siempre le acompañaban dos perros: Taco y Pecas. Pecas era su favorito.

Mariano disfrutaba contemplando el lento clarear del firmamento, que tras la intensa oscuridad, poco a poco tomaba un color gris perlado, casi blanco. Y disfrutaba viendo la aurora que precede el despertar del sol, cuando aún la luna estaba presente entre las montañas y los destellos de un sol aún invisible en la línea del horizonte teñían las nubes de tonos rosados, rojizos y amarillos. Máximo pensaba que valía la pena levantarse temprano para ver tan singular espectáculo e incluso imaginaba que era un regalo la naturaleza exclusivo para él.

Conforme avanzaba el día las nubes se hacían blancas y se convertían en un caballo, en un columpio, en vagones de tren tirados por su máquina de vapor, en la lana apretujada de los corderos...e incluso en un platillo volante.

Durante la subida cuando el reloj marcaba la diez, hacía un alto en el camino para tomar el desayuno sentado sobre las piedras de una pequeña loma bajo la sombra de un castaño gigante, al lado de una fuente de agua cristalina y fría para contemplar el gran embalse que se embutía entre las montañas. A esa hora el sol se reflejaba oblicuamente sobre el agua y los días que bajaba el nivel del embalse, podía ver la torre derruida de la iglesia, y las ruinas del viejo pueblo de Oliegos, que había sido abandonado para la construcción del pantano.

Tras reponer fuerzas, seguía monte arriba hasta alcanzar los mejores pastos para el rebaño. Las ovejas iban ligeras, pegadas unas a otras, como un amasijo de caracolas blancas. Una vez allí, dejaba en libertad al rebaño sin perderlo de vista. Mientras pastaban, se sentaba en una gran piedra redonda, extraía del zurrón un libro de texto y aprovechaba para estudiar. Tenía interés por aprender. Soñaba con ser un buen maestro. Quería aprender de los libros y de la naturaleza para enseñar sus conocimientos a los alumnos...Los días en que el viento venía del este podía oír repicar las doce campanadas de la iglesia de Quintana, que avisaba de la hora del Ángelus. En ese momento los trabajadores hacían un descanso. Se quitaban la gorra, rezaban la oración del Ángelus a la Virgen, y aprovechaban para tomar un bocadillo y recuperar fuerzas para continuar sus tareas de labranza. Mariano seguía estudiando y después de comer, se tumbaba un rato a dormir en la hierba a la sombra de los robles

Por la tarde, mientras las ovejas pastaban entre los riscos, Mariano paseaba aspirando profundamente el olor a hierba fresca. Le gustaba observar las diminutas flores blancas y amarillas que asomaban con timidez entre el esplendor de las amapolas rojas. Conocía el nombre de todos los árboles y plantas que crecían en la montaña y distinguía con seguridad los sonidos que rompían el silencio. Tenía buen oído para la música; silbaba bien y era un entusiasta de la armónica y de la flauta que siempre llevaba consigo. Él mismo fabricaba sencillas flautas haciendo ojales con la navaja en el tallo de los juncos.

Cuando nacía un corderillo en el monte, vivía el momento con intensidad y se  emocionaba. Una vez fuera de la tripa de la madre, lo limpiaba con el agua de la fuente. Luego, lo cogía entre sus brazos para darle calor, lo arrullaba con canciones y lo ponía al lado de la madre.

Si una oveja se lesionaba, la tranquilizaba, la curaba, y al regreso, la cargaba sobre sus hombros hasta llegar al establo. Su corderilla favorita era Nube. La llamaba así porque su lana era tan blanca, que bien podría confundirse con cualquiera de las nubes iluminadas por los rayos del sol.

Cuando las ovejas rebrincaban o se enfadaban Mariano se mantenía firme. Las trataba como a niñas pequeñas, regañándoles sin brusquedad, pero con firmeza y  energía. Ellas parecían entenderle y poco a poco se calmaban. Dos horas antes del anochecer las agrupaba y las contaba. Si alguna quedaba rezagada iba a por ella y la espabilaba.

Uno de los días, era ya de noche y Mariano no había regresado a casa. A Elena su madre le preocupaba el retraso, puesto que no era habitual en el niño. Le añadió aún más inquietud el que Pecas llegara a la casa, jadeante y nervioso. Felicitas pidió a los vecinos que la ayudaran a buscarlo. El perro seguía excitado y parecía que sus movimientos indicaban la necesidad de que le siguieran. Los vecinos decidieron seguir la pista del animal, que conforme se iba aproximando al lugar donde se encontraba su amigo, ladraba alertando de la cercanía. Al fin encontraron a Mariano, inconsciente y tendido en el suelo. Tenía rasguños en los brazos y en las piernas, y la ropa hecha jirones y manchada de sangre. Le zamarrearon y le echaron agua por el rostro. Cuando despertó, aunque sin fuerzas, pudo reconocer a su madre.

        ¿Qué te ha pasado hijo mío?

        Fui a rescatar a una oveja que se había enredado entre los matojos. Estaba encima de un risco muy alto. Tan rápido quise ir por ella que tropecé con una piedra y me caí. No recuerdo más.

Varios hombres fuertes lo bajaron con mucho cuidado y lo llevaron hasta su casa. Cuando llegaron el médico ya estaba allí.

Ha tenido una conmoción cerebral –dijo tras el reconocimiento–. Pero afortunadamente ha recuperado la conciencia y tiene sentido de la orientación. De momento, debe permanecer en reposo veinticuatro horas.

Después de unos días de descanso, Mariano se recuperó por completo y continúo su alegre labor de pastor. A partir de entonces, Juanito su hermano menor se empeñó en acompañarle. Los dos se querían mucho y lo pasaban muy bien juntos. Se divertían oyendo el eco en las paredes de la presa del pantano y repetían la experiencia una y otra vez sin cansarse. También cogían castañas; tendían una manta bajo los castaños y tiraban piedras a los erizos que colgaban del árbol hasta hacerlos caer sobre la manta. Luego, los machacaban con piedras y, con cuidado de no arañarse, extraían una a una  las castañas. Algunas se las comían; el resto las ponían en un cesto y se las llevaban a su madre. A Publio le gustaba jugar a las canicas. Mariano solía dejarle ganar. Cuando el pequeño lo descubría, se enfadaba, pero tras un pequeño lloriqueo los dos se hacían bromas y se echaban a reír.

Otras veces, colocaban dos o tres piedras grandes a modo de palos de una portería y jugaban al fútbol. Hacían apuestas sobre quién metería más goles. Casi siempre ganaba el pequeño con gran regocijo por parte de los dos.

En ocasiones, el pequeño, cansado, se quedaba dormido, reclinado sobre el tronco de un árbol. Estaba seguro que si no despertaba, su hermano lo llevaría en brazos a casa.


Un día, que regresaban con el rebaño, se levantó de repente una fuerte tormenta con truenos estremecedores, precedidos de relámpagos zigzagueantes en el negro horizonte. El retumbar aumentaba en el silencio del monte y Juanito comenzó a llorar, aterrorizado... Había oído decir que un señor se había muerto de repente porque le había alcanzado un rayo. Mariano le tranquilizó:

—No llores...No nos va a pasar nada.

—Me dan mucho miedo los rayos y los truenos...¿Nos vamos a morir?

De ninguna manera. Llegaremos pronto a casa. Los rayos son peligrosos cuando están cerca, pero los que vemos están todavía muy lejos.

           ¿Por qué sabes que están lejos?

         Muy sencillo: porque ha pasado mucho tiempo entre el relámpago y el trueno. Si la tormenta estuviera cerca, el relámpago se vería en el mismo instante en que se oye el trueno.

El pequeño, aliviado, dejó de llorar.

En el establo, Mariano llamaba a cada oveja por su nombre: Blanquita, Morena, Rizada, Lucero...Cerraba la puerta del establo con la aldaba y las ordeñaba. Antes, fregaba y limpiaba bien dos calderos: uno lo llenaba de agua y el otro lo dejaba vacío para la leche. Se lavaba bien las manos y, sentado en un taburete bajo, limpiaba a fondo con jabón las ubres de las ovejas antes de sacar la leche. Juanito le miraba extasiado y le pidió que le enseñara a ordeñar.

De acuerdo. Lávate bien las manos, acerca un taburete y ponte a mi lado.

Mariano cogió entre las suyas las manitas del pequeño para ayudarle a exprimir las ubres de las ovejas. El niño se sentía feliz viendo la salida del chorro de leche caliente que caía al caldero, mientras que las ovejas permanecían mansas, agradecidas por las suaves caricias de las pequeñas manos.

La vida de Mariano transcurría feliz. Poco imaginaba que debería enfrentarse a un avatar inesperado.

Ocurrió un día de intenso calor. Al atardecer, cogió su libro favorito y buscó un sitio que le aportara la tranquilidad necesaria para concentrarse en el estudio Dejó a su hermanito entretenido leyendo cuentos y subió a lo más alto de la montaña donde se erguían varios castaños gigantes y cerca de ellos brotaba una fuente transparente que calmaría su sed y le refrescaría la cara.

Mariano conocía la existencia de lobos en la Cepeda. Algunas veces oía comentarios sobre desgracias que ocasionaban. Pero jamás tuvo miedo. Además los lobos no solían acercarse demasiado al poblado. Sin embargo esa tarde, alguien más necesitaba saciar su sed y conocía bien donde hacerlo. Mariano no oyó llegar al lobo que tras un leve aullido se abalanzó sobre él. El pastor reaccionó rápido y entabló una lucha cuerpo a cuerpo con el animal. Pecas, que estaba con el rebaño, al ver la pelea, acudió a todo trote para defender a su amo. Mordió al lobo, y lo hirió de gravedad en las patas traseras. La bestia se alejó cojeando de aquel lugar dejando un abundante rastro de sangre por el camino.

La ropa de Mariano quedó rasgada pero su cuerpo solo sufrió algunos arañazos producidos por el lobo.

***

Han pasado veinte años y los alumnos de Máximo han quedado entusiasmados tras leer el cuento escrito por su maestro. Uno de ellos levantó la mano.

            —¿Tienes alguna pregunta, Ramón?

            —Sí, señor maestro. Ese niño...¿Era usted?

            Máximo sonrió.

Ana María Silván.

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