LAS ALAS
Yo no soy celoso. La prueba es que nunca pretendí que Marian solo estuviese pendiente de mí. Me parecía bien que saliera alguna vez con sus hermanas, que hablara todos los días con su madre, que se tomara una cervecita con sus colegas… pero hay cosas a las que nunca le encontré sentido y que fueron los verdaderos obstáculos en la convivencia.
Marian prescindía con facilidad de las cosas que no necesitaba, pero no las tiraba, reconozco que tenía mucha habilidad para que llegaran hasta las personas que le pudieran dar buen uso. Yo admiraba tanto esa capacidad, como odiaba su deseo de mantener a su lado sus “vivencias”. Así llamaba ella a fotos, piedras, piezas artesanales… que tenían para ella un valor sentimental. Porque, joder, yo no soy celoso, pero es que esas “vivencias” las había vivido con otras personas, muchas veces con otros novios.
Ahí nunca nos pusimos de acuerdo, yo siempre le decía que había que dejar el pasado atrás y que si ella se empeñaba en guardar cosas era porque mantenía sentimientos hacia las personas y los sitios anteriores. Marian, al principio de nuestra relación me argumentaba muchas veces que cada uno es lo que es precisamente por lo que ha vivido, que donde se ha puesto el alma es donde se ha vivido de verdad, y que por eso sus “vivencias”, tenían tanto valor para ella, eran parte de su vida. A mí, lógicamente todo aquello me parecían cursiladas de novelita rosa.
Poco a poco, muchas veces sin intención, fui haciendo desaparecer aquellas piezas. Creo que Marian nunca sospechó ni temió que yo tuviera algo que ver con aquellas desapariciones, porque nunca se enfadaba conmigo cuando se perdía o se rompía algo. Pero, no sé por qué, se ensimismaba. Bueno no se ensimismaba, se ponía a hablar con Keta, no sé si era por una necesidad suya o para fastidiarme, porque Keta no era una “vivencia” más, era una “vivencia” viva.
A Keta lo trajo de Costa Rica un novio de Marian que había estado allí cumpliendo una misión de observador internacional. Se supone que un individuo que lleva esa tarea debe tener una conducta intachable ¡no?, pues no, no la tenía. Cuando terminó su misión en Costa Rica se trajo el loro sabiendo que es una especie protegida y que están prohibidas sus ventas y la salida del país. Lo consiguió con la ayuda de un veterinario corrupto, que le dio la medicación y los consejos adecuados para que Keta hiciera todo el vuelo intercontinental dormido.
Marian me contó varias veces cómo había conocido a Keta: “Traía las alas cortadas, era la primera vez que se las habían cortado. Su despertar hubiera sido más lento si no hubiese extrañado todo lo que le rodeaba. Keta, atemorizada, intentó volar, pero su aletargamiento y el tamaño de sus alas hicieron que cayera al suelo. La recogí y la tuve entre mis manos y mi cuello y así, cobijada, estuvo un rato, el tiempo que Keta tardó en despertar y observar el nuevo mundo al que había llegado. Creo que esos momentos determinaron nuestra relación”.
Eso me lo contó Marian muchas veces, creo que lo que pretendía era que yo entendiera la relación entre ella y el dichoso loro. Bueno, esa es otra cuestión, porque a mí me molestaba llamarlo por su nombre y tampoco me acordaba que era hembra. Ni una sola vez que yo dijera loro, dejaba Marian de aclarar que era lora o que se llamaba Keta.
La primera vez que vi al loro me sentí extraño. Marian le dijo: “Keta este es Tomé, y ahora dile tu cómo te llamas. ¿Cómo te llamas, Keta?” el loro dijo “Keta”. A mí me hizo gracia y solté una carcajada. Keta repetía la carcajada tan igual a la mía que parecía que yo me había reído varias veces. Me desconcertaba cuando miraba a la persona que hablaba como si siguiera la conversación. De vez en cuando repetía las últimas palabras.
Hasta que no comencé a convivir con Marian, no fui consciente de todo el espacio que ocupaba aquel bicho. Marian lo tenía todo preparado para que él pudiera desplazarse por la casa sin tener que estar siempre en el suelo, a veces colocando un palo entre dos muebles o soportes un tanto distantes, o aproximando objetos para que él pudiera llegar a los sitios dando pequeños saltitos. A veces se caía porque instintivamente iniciaba el vuelo.
He vivido con Marian cerca de dos años, al principio me esforzaba por aceptar al loro como el que acepta a un perro y sabe que el papel que le toca es secundario porque el perro ya tiene y reconoce a su amo. Algunas veces lo cuidé, procurando que no le faltara el agua o ayudando a que le recortaran las alas; había que cuidar que no saliera volando por la ventana y se perdiera.
Últimamente se había acostumbrado a no volar y no lo intentaba siquiera. Yo no me había dado cuenta, ¡qué sé yo de loros!, yo no distinguía si tenía las alas largas o cortas, todavía si hubieran tenido distinto color en la punta… pero no, eran verde. Verde desde el comienzo hasta el final. Marian, bajando mucho la voz, casi en un susurro para que el loro no la oyera, me dijo: “Keta” tiene las alas largas, pero ella no lo sabe”. No servía de nada que yo le razonara que un loro no comprende lo que oye, que solo lo repite.
Según fue pasando el tiempo y fui viendo la relación entre Marian y el puto loro, cada vez me sentía más incómodo. No podía soportar oír a Marian el relato de su llegada, los primeros momentos que pasaron juntos. Además, de todas las “vivencias” que había en la casa, el loro era la más significativa y la más difícil de eliminar. Pero yo delante de Miriam siempre hacía como si me llevara bien con el loro.
Hace unos días le dije a Marian que convenía recortar las alas de Keta porque va haciendo calor y cada vez es más frecuente que dejemos las ventanas abiertas. Marian estuvo de acuerdo y dijo que esta vez iba a aprovechar que tenía revisión con el veterinario para que él mismo lo hiciera, porque a ella cada vez le “dolía” más molestar a Keta. Tengo que reconocer que cuando volvieron, el loro estaba radiante, como recién salido de un salón de belleza. Por un momento pensé que si le “pasara algo” lo echaría de menos.
Cuando Miriam hace turno de tarde, es de noche cuando vuelve. Ese es el turno que peor lleva el loro, hace verdaderos esfuerzos para esperarla despierto, pero se le nota el cansancio. Era el mejor momento… Parecía que el puto loro sabía mis intenciones, me evitaba. ¡Por fin! Conseguí cubrirlo con un gran trapo, y teniéndolo así, inmovilizado, salí a la terraza. Todas las luces de la casa, un quinto piso, estaban apagadas. Reteniendo el trapo, lancé el loro con todas mis fuerzas al suelo de la calle, entré inmediatamente en el salón y me dispuse a hacer como si estuviera ocupado con el ordenador. Tenía el oído puesto en los sonidos que pudieran venir del exterior. Nada.
Sonó el móvil, por la sintonía supe que era Marian, pensé que debía mostrarme natural y cariñoso, pero no me dio esa oportunidad “¡Sal de mi casa para siempre!”, -me dijo.
No supe qué pasaba hasta que distinguí las dos voces:
- Estamos en el portal de la casa, cuando subamos, cuando lleguemos, quiero que tú no estés.
- ¡puto loro, puto loro, puto loro!
- ¡Ah, y que sepas que a Keta no le habían cortado las alas!”
Carmen Soto (Del libro "Ruiseñores y otros relatos")
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