DERECHO DE PROPIEDAD
Unos fuertes golpes en el portón alteraron la tranquilidad reinante en el número 7 de la Rue des Grands-Augustins de Paris. El inquilino que habitaba en él no se inmutó; estaba acostumbrado a las interrupciones así que siguió trabajando en el lienzo que ocupaba una de las paredes del estudio. Los golpes se repitieron, esta vez con más fuerza. “Se tratará de algún reportero—pensó el artista—. ¡Son tan insistentes! ¿Es que nos se dan cuenta de que un pintor necesita que no se le distraiga cuando trabaja?”. Decidió no abrir. Quizá el visitante se cansara de esperar en la puerta. Fue en vano. De nuevo volvieron a llamar y esta vez incluso zarandearon el viejo picaporte. Resignado y fastidiado, el artista se dirigió a la entrada y abrió. Dos hombres con el desagradable uniforme negro de las SS entraron sin contemplaciones y se colocaron a ambos lados de la puerta. No era inusual que aparecieran por allí. Ya habían visitado al pintor en otras ocasiones para comprobar que sus papeles estaban en regla. Esta vez lo extraño era que no venían solos. Los acompañaba un individuo vestido impecablemente con un traje gris complementado con un sombrero a juego. Con ademán obsequioso le tendió la mano al artista.
—Monsieur Picasso, ¿verdad? Soy Otto Abetz. Embajador del Reich en París. Encantado de conocerle.
El artista observó un instante la mano tendida antes de estrecharla desganadamente.
—Sí. Soy yo—contestó lacónico.
—Vamos monsieur, alegre esa cara. No tiene usted nada de que temer. Esta es una visita de cortesía. Soy un gran admirador de su obra y de la pintura en general.
Abetz entró con decisión en el estudio y fijó su atención en los numerosos lienzos existentes. De vez en cuando se detenía ante alguno que le resultaba llamativo y se acercaba para observarlo mejor. Picasso le seguía de mala gana.
—Un arte singular el suyo, monsieur—dijo el alemán cuando acabó de examinar el último lienzo.
El pintor frunció el ceño.
—¿Singular? ¿Qué quiere decir con eso, embajador?-inquirió.
—¡Oh, vamos mi estimado amigo! No se ponga así. No es mi intención criticar su obra. Es magnífica sólo que…
Abetz se detuvo ante el siguiente cuadro y lo miró con detalle desde varios ángulos.
—¿Y bien?-preguntó Picasso.
El alemán sonrió antes de contestar.
—Sólo que…está lejos de lo que podríamos denominar “cánones artísticos imperantes”.
—¿Y cuáles son esos cánones si puede saberse?
—Los que se fijan desde Alemania, por supuesto—contestó Abetz—. Lo demás se considera...¿Cómo se podría decir...? Arte marginal. Sí, eso es.
Picasso fue a replicar pero el embajador lo detuvo con un ademán.
—No se preocupe, monsieur. Su obra, aunque heterodoxa y difícil de clasificar, no está en cuestión. Puede usted seguir con su trabajo. Siempre que, claro está, no cause problemas al Reich.
—Mi única preocupación es trabajar en mis cuadros, embajador-dijo el pintor.
—Bien, entonces no ha de temer que nada le ocurra a sus pinturas. Una sabia decisión-concluyó el alemán.
Abetz dio por concluida la visita y se dirigió a la salida. De repente, reparó en una mesa sobre la que había apiladas algunas postales con reproducciones de cuadros. Cogió una al azar. En ella aparecía el famoso “Guernica” pintado apenas cinco años atrás.
—¿Es obra de usted, monsieur?
—No—respondió Picasso—, es obra totalmente suya.
Rafael Guillén