Nacido en Sevilla el 21 de
septiembre de 1902 y fallecido en Ciudad de México el 5 de noviembre
de 1963, Luis Cernuda fue una de las figuras fundamentales de la
Generación del 27. Su obra se inscribe dentro de una corriente que
muchos han calificado de neorromántica, pues la sensibilidad,
melancolía y dolor que destila su poesía se halla siempre dentro de
unos límites de serena contención, a la manera de Gustavo Adolfo
Bécquer, pero con características matizadas por una aguda actitud
intelectual, rasgo esencial de la generación a la que perteneció.
Estudió
derecho en su ciudad natal bajo la dirección de Pedro Salinas, de
quien fue discípulo y quien orientó, asimismo, sus primeros pasos
de poeta. En 1928 conoció en Málaga a Emilio Prados y Manuel
Altolaguirre, y poco después, en Madrid, entabló amistad con
Vicente Aleixandre y Federico García Lorca, poetas todos ellos
pertenecientes a la Generación del 27. En diferentes momentos de su
vida dio clases de español en la universidad de Toulouse, en
Inglaterra y en Estados Unidos.
De
su inicial inclinación a la soledad y al nihilismo evolucionó hacia
una actitud de íntima y acogedora espiritualidad. Así, los poemas
"Atardecer en la catedral" y "La visita de Dios"
señalan, según José María Valverde, "el término de la
evolución de un ambiente español, desde un ideario exquisito y
minoritario hasta una emoción a la vez religiosa y socialmente
humana". Al igual que otros de sus compañeros de generación,
sus primeras obras marcan un itinerario que parte de la «poesía
pura» preconizada por Juan Ramón Jiménez para luego desembocar en
una estrecha afinidad con el surrealismo. Esta etapa, que dio
comienzo con Perfil del aire (1927) y Égloga, elegía, oda
(1928), logra su mayor expresión y madurez en Un río, un amor
(1929) y Los placeres prohibidos (1931), libros en los que ya
se muestra, en todo su esplendor, un Cernuda enamorado y rebelde,
orgulloso de su diferencia.
En
sus volúmenes siguientes arraigó con originalidad y dominio la
tradición romántica europea: Donde habite el olvido (1934),
Invocaciones (1935). Los títulos que aparecieron a partir de
este momento, más los ya publicados, fueron engrosando su obra
poética completa bajo el sugestivo rótulo de La realidad y el
deseo (1936); en 1964 se publicó póstumamente la edición
número cuarenta.
Cernuda,
que tras la contienda civil española conoció el exilio del que
jamás volvió, emprendió, bajo la influencia directa de la poesía
anglosajona, un período en el que su obra poética se hace
autobiografía y reflexión. Residente en Gran Bretaña, Estados
Unidos y, por último, México, publicó sucesivamente, entre otros
libros, Las nubes (1940), Como quien espera el alba
(1947), Vivir sin estar viviendo (1949), Con las horas
contadas (1956) y Desolación de la Quimera (1962).
La
obra del autor ha sido objeto de numerosos estudios en muchos países.
Tal vez quien más y mejor se haya aproximado a su sentido más
genuino y profundo sea el mexicano Octavio Paz, que en un breve
ensayo dedicado a su figura escribe sobre el sentido de la palabra
deseo en los trabajos del poeta: "Con cierta pereza se tiende a
ver en los poemas de Cernuda meras variaciones de un viejo lugar
común: la realidad acaba por destruir al deseo, nuestra vida es una
continua oscilación entre privación y saciedad. A mí me parece
que, además, dicen otra cosa, más cierta y terrible: si el deseo es
real, la realidad es irreal. El deseo vuelve real lo imaginario,
irreal la realidad".
Pero
además de poeta, Cernuda fue también un excelente prosista. Toda su
obra, recopilada tras su muerte por los estudiosos Derek Harris y
Luis Maristany, se puede encontrar en el volumen Prosa completa
(1975), en el que, entre otros títulos, aparecen Variaciones
sobre tema mexicano (1952), Ocnos (1942) y Estudios
sobre poesía española contemporánea (1953).
(Fernández,
Tomás y Tamaro, Elena. «Biografia de Luis Cernuda». En Biografías
y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona,
España, 2004)
A
continuación el poema “Un
español habla de su tierra”
del poemario: «La realidad y el deseo»
Las
playas, parameras
Al
rubio sol durmiendo,
Los
oteros, las vegas
En
paz, a solas, lejos;
Los
castillos, ermitas,
Cortijos
y conventos,
La
vida con la historia,
Tan
dulces al recuerdo,
Ellos,
los vencedores
Caínes
sempiternos,
De
todo me arrancaron.
Me
dejan el destierro.
Una
mano divina
Tu
tierra alzó en mi cuerpo
Y
allí la voz dispuso
Que
hablase tu silencio.
Contigo
solo estaba,
En
ti sola creyendo;
Pensar
tu nombre ahora
Envenena
mis sueños.
Amargos
son los días
De
la vida, viviendo
Sólo
una larga espera
A
fuerza de recuerdos.
Un
día, tú ya libre
De
la mentira de ellos,
Me
buscarás. Entonces
¿Qué
ha de decir un muerto?