IDUS DE MARZO
Siempre he imaginado a los idus de Marzo como duendes de fábulas. Buenos y malos, terribles y traviesos. Ellos manejan a su antojo este mes insólito en el que el invierno se transforma en primavera. Se fusionan sin respetar la fecha prevista para el evento. Se distorsionan y confunden entre rebaños de nubes y hostiles vientos del este y de poniente, o se balancean como graciosos cupidos en los rayos de un sol sorprendente.
Intuyo su invisible presencia. Los idus son libres, etéreos, inadmisibles, variantes, dislocados. Son leyenda, cuento, utopía. Mentira. Pero ahí están, impalpables y cercanos en la angosta sensación de una primavera que no acaba de abrirse, que no acaba de ser, seguramente porque los idus andan enredados entre ellos como marionetas manipuladas por un niño irascible.
Miro al cielo y los veo cabalgar en un cielo racheado persiguiendo los últimos resquicios del invierno. Miro hacia la luz y allí están, como hilos de cobre de una vieja princesa que se murió hace tiempo. Contemplo el paisaje desde la perspectiva de mi asombro y descubro un ejército de flores silvestres dispuesto a la victoria. En los árboles, los brotes de rizos verdes tejen paracaídas de polen. Y luego viene la lluvia como una bailarina que despliega sus transparencias ante el violín de los trinos alados.
Locos idus. Malditos idus que a veces cortan de raíz la savia de los humanos. Porque Marzo es un buen mes para la vida y también para la muerte. En Marzo se nace y se muere como en un gran hospital con parterre y macizos de flores. Muere el invierno, nace la primavera, se cicatrizan las heridas de la poda homicida. Vuelven los pájaros de otros territorios con ese aire extranjero y distante con que nos miran desde la altura. Vuelve el ayer en forma de una rosa roja, de una rosa blanca de un recuerdo marchito en un jarro de agua. La foto que nos mira desde la eternidad inmarcesible. La primavera ha parido un niño marrón y rubio como un gnomo del bosque que renace.
Camino perseguida por idus transparentes y elásticos como velos de humo. No quiero enfrentar sus caras, si la tienen, porque ellos representan el misterio, lo ingrávido, lo esotérico en una realidad precisa y displicente. Son leyenda y fantasma, duendes de corral y tejados, horizonte de una cercanía reveladora.
Y de pronto los encuentro allí, en la estación de ferrocarril, a medio metro de las vías del tren disfrazados de ovejas bíblicas de miradas impávidas, sucia la lana del roce con el negro rastrojo de las eras, gutural el balido diseminado por el viento, pastando una hierba que crepita de verdes. Rebaño insólito brotado de la tierra en una sola noche como un mundo de hongos, con sus crías palpitantes de puro algodón o lino, a saber de donde tanta tierna blancura.
Pasan dos viejas cigüeñas con dos idus montados sobre ellas, tirando de sus bridas, conduciéndolas hacia el ocaso inmediato. Y me quedo fija y quieta entre las dos direcciones de los trenes, entre el invierno y la primavera que se enlazan en un largo beso de llegada y despedida. No quiero marcharme de este instante encontrado. Pero un pequeño idus me tira de la falda, llorando. Se ha perdido y siente temor de sombras. Lo cojo de la mano y echo a andar con él hacia la nada.
Mª. Dolores Camacho