
Nacido en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872, Pío Baroja fue junto con Miguel de Unamuno, Azorín y Ramiro de Maeztu, uno de los principales representantes de la «generación del 98», así llamada por el impacto que tuvo en sus miembros la pérdida de las últimas colonias españolas (el «desastre del 98»), en forma de dolorosa toma de conciencia de la decadencia en que se hallaba sumida el país. Dentro del grupo, Baroja sobresale como su más eximio novelista, con una producción orientada hacia temas existenciales y sociales, aunque también es apreciado por otra vertiente de su obra, la narrativa de acción y de aventuras.
Sus
progenitores pertenecían a familias distinguidas y bien conocidas en
San Sebastián; entre los ascendientes de la madre existía una rama
italiana, los Nessi. Este poco de sangre italiana que llevaba en las
venas no dejó nunca de halagar a Baroja, aunque su orgullo se cifró
siempre en su ascendencia vasca. En casa eran tres hermanos: Darío,
que murió, joven aún, en Valencia; Ricardo Baroja, que fue pintor y
escritor y gozó también de alguna fama, y Pío, el menor. Ya muy
separada de ellos nació Carmen, que había de ser la gran compañera
del escritor.
El
padre de Baroja, don Serafín, era ingeniero de minas, profesión
que, unida a su temperamento inquieto y errabundo, llevó a la
familia a continuos cambios de residencia. Ello no dejó de ser una
suerte para el futuro novelista, que de este modo pudo conocer desde
niño diversas partes de España, y sobre todo Madrid, su amor más
grande después de Vasconia, donde había de florecer su vocación y
conseguir por último la fama.
Baroja
permaneció poco tiempo en su ciudad natal; tenía siete años cuando
sus padres se trasladaron a Madrid, donde don Serafín Baroja había
obtenido una plaza en el Instituto Geográfico y Estadístico; de
Madrid pasaron a Pamplona, siempre por exigencias del cargo del padre
y de sus deseos de mudanza. Desde Pamplona volvió la familia a
Madrid; esta vez a don Serafín no le impulsaría ya solamente la
inquietud o los deseos de cambio: sin duda entró también en su
decisión la necesidad de educar a los hijos.
Cuando
abandonó Pamplona, Baroja tenía catorce años cumplidos. Había
asistido con sus hermanos a las clases del Instituto, y sobre todo
reñido y correteado por las murallas; no sabemos si había ya
emborronado alguna cuartilla, pero sí que había leído el Robinsón
Crusoe de Daniel Defoe y las obras de Julio Verne y Thomas Mayne
Reid, y había soñado ya con aventuras maravillosas junto al río
Arga o subido a un árbol de la Taconera. Había cursado en San
Sebastián las primeras letras, continuándolas en Madrid; antes, en
Pamplona había frecuentado la escuela y el instituto; prosiguió en
Madrid los estudios, y los concluyó finalmente en Valencia, donde
terminó la carrera de medicina, doctorándose posteriormente en la
capital de España.
Pío
Baroja fue, por lo general, un pésimo estudiante; estuvo siempre
mucho más interesado en las novelas que en los libros de texto; su
carácter arisco y rebelde le perjudicó también en gran manera,
pues acabó riñendo con algunos de sus profesores y no despertó
simpatías en ninguno.
Aparte
de esto, pasó toda su juventud entre dudas; nunca supo bien qué
carrera le gustaba estudiar; en verdad, no le interesaba ninguna.
Sólo las letras le atraían, pero tampoco en las letras veía clara
su vocación. Antes de ir a Valencia había empezado algunos cuentos,
artículos, tal vez una novela, pero lo rompió todo o lo dejó
olvidado. Sus fracasos de estudiante, como es fácil suponer, se
debieron más a falta de interés que de talento. Pocos escritores ha
habido de vocación más segura y que se moviese más inseguro, con
más dudas sobre su vocación, y aún mucho después, escrita ya
buena parte de su obra, se preguntaba si sería verdaderamente
escritor.
Al
terminar sus estudios, Baroja se trasladó a Cestona, en el país
vasco, donde había conseguido una plaza de médico. No tardó en
advertir que aquello no era lo suyo; al poco tiempo estaba harto del
oficio. Había reñido con el médico viejo, con quien compartía el
cuidado de la salud de aquellos pueblos, como había reñido antes
con sus profesores; se había enemistado con el alcalde y,
naturalmente, con el párroco y con el sector católico del pueblo,
que le acusaban de trabajar los domingos en su jardín.
Se
fue de allí asqueado del pueblo, del médico y hasta de los
enfermos, cuando menos de algunos de éstos, y se trasladó a San
Sebastián, donde estaba en aquel momento la familia. Permaneció
algún tiempo en San Sebastián, y de allí salió para Madrid. En la
capital estaba su hermano Ricardo, que, también sin empleo, se
ocupaba en un negocio de pan de una tía de ellos que había quedado
viuda. Ricardo le había escrito a su hermano que estaba cansado del
negocio y que iba a dejarlo. Baroja vio el cielo abierto ante él, y
sin vacilar un instante escribió a su hermano que iba a Madrid, con
la intención de ocuparse de aquel negocio.
De
este modo se vio convertido en dueño de un comercio de pan, sobre lo
cual se le gastarían después tantas bromas que le irritarían de
tantas maneras, sin contar los disgustos que se derivarían para él
de la marcha del negocio. En Madrid, no obstante, había algo para él
que estaba por encima de la vulgaridad del oficio y de las burlas que
se le pudiesen gastar; allí podría, en efecto, reanudar los
contactos con sus antiguos amigos, frecuentar los medios literarios,
ponerse, en realidad, en contacto con su vida, volver de un modo o de
otro a aquello que cada vez con mayor certeza sentía que era su
vocación.
A
poco de llegar a Madrid, instalado ya en el negocio, empezó sus
colaboraciones en periódicos y revistas; en 1900 publicaba su
primera obra, Vidas sombrías, una colección de cuentos que
empezó a darlo a conocer. Eran, en su mayoría, relatos escritos en
Cestona sobre temas de aquella región y de sus experiencias de
médico; se trataba de vidas humildes, y reflejaban toda la tristeza
de aquel medio, y la tristeza, sobre todo, que reinaba entonces en su
alma, mezclada con ráfagas de cólera.
Puede
decirse que en su primer título estaba ya en germen toda su obra
futura. Vidas sombrías constituyó un éxito del que el
propio autor se sintió sin duda asombrado; de su libro se ocuparon
con elogio Azorín, Benito Pérez Galdós y sobre todo Miguel de
Unamuno, que se entusiasmó con él (especialmente con uno de los
cuentos, titulado Mary-Belche) y quiso conocer a su autor.
A
partir de entonces Pío Baroja fue dedicándose más y más a las
letras, y apartándose cada vez más del negocio, hasta dejarlo del
todo y consagrarse exclusivamente a su vocación. En algún momento
Baroja llevó a cabo alguna incursión en el campo de la política,
arrastrado menos por su convicción que por el ambiente de la época
y por el ejemplo de algunos de sus compañeros, como por ejemplo
Azorín. Efectivamente, Baroja se presentó para concejal en Madrid,
y más adelante para diputado por Fraga. Estas tentativas, como era
natural, constituyeron dos rotundos fracasos; tampoco él lo había
tomado demasiado a pecho. Se retiró cada vez sin gran disgusto; se
divirtió después relatando sus peripecias, y volvió al camino de
las letras del que nunca habría ya de apartarse.
Fue
Baroja un gran viajero; los libros y los viajes fueron sus grandes
aficiones, puede casi decirse que sus únicas aficiones. Sus viajes
por España los hizo casi siempre acompañado; fue unas veces con sus
hermanos, Carmen y Ricardo, y otras con amigos; hizo uno con Ramiro
de Maeztu y otro con Azorín, en sus comienzos, y más adelante, con
José Ortega y Gasset, que le llevó en algunas ocasiones en su
automóvil.
Baroja
llegó a ser uno de los escritores que conoció mejor la España de
su tiempo, cosa que se puede comprobar en sus novelas. La ciudad más
visitada -también la más querida de las ciudades extranjeras- fue
París. En ella pasó largo tiempo en sus últimos años, cuando huyó
de España durante la guerra civil. También estuvo en Londres y más
adelante en Italia; viajó por Suiza, Alemania, Bélgica, Noruega,
Holanda y Jutlandia, escenario de su trilogía Agonías de nuestro
tiempo, con la magnífica El torbellino del mundo, que
encabeza la trilogía.
Fuera
de esto, su residencia habitual fue Madrid, y más adelante Vera del
Bidasoa, donde adquirió la casa de Itzea, y donde pasó los veranos
con su familia. En este tiempo su destino estaba ya fijado, y con él
su norma de vida; Baroja consagraba su tiempo a escribir y a viajar.
Sus producciones iban apareciendo con gran regularidad y su fama fue
creciendo hasta situarle en pocos años entre las primeras figuras de
la nación. Esta actividad no cesó apenas durante su vida, de manera
que es el escritor de su tiempo que cuenta con una obra más copiosa;
también más diversa y más rica.
Falleció
en Madrid el 30 de octubre de 1956.
Obras
de Pío Baroja
Entre
sus mejores títulos merecen citarse Vidas sombrías,
publicado en 1900; Inventos y mixtificación de Silvestre Paradox,
de 1901, novela en la cual evoca sus días de estudiante en Pamplona,
con el ambiente de la ciudad; Camino de perfección (1902),
confesión íntima y muy personal en que podemos verle en las dudas y
vacilaciones de su juventud, y que causó vivísima impresión. Muy
bella y bastante lograda, aunque de otro tono, es El mayorazgo de
Labraz (1903), escrita también con recuerdos de Cestona, en la
que relata admirablemente la vida en un pueblo de España, con
influencias tal vez de la vieja tragedia.
Importante
es también en la producción barojiana la trilogía que siguió a
estas novelas, que apareció bajo el subtitulo "La lucha por la
vida", formada por La busca, Mala hierba y
Aurora roja; aparecidas primero en folletín, y publicadas en
volúmenes sueltos en 1904, ofrecen en mucha parte, en su desarrollo,
las características de aquel género; en ellas el autor recoge
admirablemente el ambiente de los barrios bajos del Madrid de su
tiempo, en las primeras luchas sociales. Merecen también citarse
Zalacaín el Aventurero y Las inquietudes de Shanti Andía.
La primera se sitúa en la tierra vasca y en la época de las guerras
carlistas, y la segunda está dedicada a la vida del mar, con
recuerdos de antepasados del escritor, de aventuras, de piraterías,
y sobre todo con evocaciones de su infancia en San Sebastián, parte
que constituye tal vez lo mejor del libro. Estas dos novelas eran
aquellas por las cuales mostró Baroja una cierta preferencia,
especialmente por Zalacaín y en ella por la figura del héroe.
No
obstante, la obra más importante del novelista es sin duda Las
memorias de un hombre de acción, novela cíclica que escribió a
lo largo casi de su vida y que terminó ya en la vejez. El héroe
central de esta obra de veintidós volúmenes es un antepasado suyo,
Eugenio de Aviraneta, que tuvo alguna importancia en los hechos
políticos de su tiempo. En tomo a la existencia de su héroe, el
autor reconstruye toda una época agitada y terrible de España; se
incluyen en ella las guerras de la Independencia y carlistas, con
tumultos y sublevaciones, en los días de Fernando VII e Isabel II.
El conjunto es una amplia evocación que tiene de novela, de historia
y de folletín, pero siempre dentro de un gran rigor histórico, y
todo fundido y recreado por la imaginación del escritor. Destacan en
esta serie El escuadrón de Brigante, Los recursos de la
astucia, El sabor de la venganza, Las figuras de cera,
La nave de los locos y La senda dolorosa, dedicada
ésta, en su mayor parte, al trágico fin del conde de España.
Aparte
de algunos ensayos, Baroja escribió también libros de recuerdos:
Juventud, egolatría (1917), Las horas solitarias
(1918) y La caverna del humorismo (1919). Eran éstas las
obras preferidas por Ortega y Gasset, que aconsejaba al escritor que
persistiera en aquel género. Ya en sus últimos años, Baroja dio a
la prensa sus Memorias, obra que constituyen un monumento de
la época, una evocación de su vida y de la vida de su tiempo, y en
la que aparecen las figuras más importantes con las que trató,
tanto en las letras como en las artes.
Sus
Memorias constituyen asimismo un documento inapreciable para
el conocimiento del autor; es acaso su libro más interesante, el de
lectura más agradable, y con el cual coronaba su obra y, puede
decirse, su existencia. En este tiempo residía en Madrid con su
familia, con la que continuó viviendo hasta su muerte; su producción
alcanzaba ya una cifra elevadísima, y aunque no gozaba quizá de la
fama que merecía, su nombre figuraba entre los tres o cuatro más
destacados de la nación. En 1935 fue admitido como miembro de la
Academia de la Lengua. Fue el único honor oficial que se le
dispensó.
En
sus novelas, el autor se sitúa de lleno en la escuela realista;
sigue en ellas las huellas de los grandes maestros europeos, que
brillaban aún más en su tiempo. Balzac, Stendhal, Tolstoi y Dickens
fueron sus autores predilectos, y los pocos que admiró sin reservas
al lado de Dostoievski. Se percibe también el influjo de los
folletinistas franceses, cuya lectura le apasionó en su juventud, y
la influencia no menos evidente de la picaresca española (Francisco
de Quevedo, Mateo Alemán y El Lazarillo de Tormes.
En
su ideario filosófico predominaron al principio Nietzsche y
Schopenhauer, pero poco a poco este entusiasmo fue cediendo, quedando
en un escepticismo muy cerca de Montaigne y, sobre todo, de Voltaire,
al que leyó y admiró, pero que era también muy suyo. El fondo de
sus libros es por ello pesimista; no obstante, en la forma, en sus
descripciones de paisajes y de escenas, se muestra como un enamorado
de la vida, un entusiasta, con una nota continua de alegría y,
podría decirse, de optimismo, que contrasta con el fondo amargo y
sombrío de toda su obra.
Descuella
Baroja en la evocación de ambientes, en las descripciones de pueblos
y paisajes, y sobre todo en la pintura de tipos; a veces tiene en sus
descripciones algo de pintor, y nos recuerda en algunas ocasiones a
Goya, especialmente en sus novelas de la guerra civil. No estuvo
adherido a ninguna escuela, y aunque compartió inquietudes con sus
compañeros de generación, puede decirse, por lo que respecta a las
influencias literarias, que no formó parte de ningún grupo. Fue, en
este aspecto, el más rebelde de los escritores y el más
independiente en todos los sentidos.
El
mundo predilecto de sus creaciones fue el de las gentes humildes, los
desventurados; pero al lado de ellos, sintió una viva predilección
por toda suerte de seres fantásticos, de locos, de gente rara y
absurda; a todos se acercó con su ironía, con sus sarcasmos a
veces, con su humor amargo, pero también con una gran piedad, con un
deseo de redención y de justicia que lo emparenta con los grandes
novelistas de Europa, sobre todo con Dickens, que fue al que más
admiró.
Por
sus ideas y por su manera de exponerlas, Baroja fue el literato más
discutido y el más atacado de los escritores de su tiempo. Tal vez
por el desorden habitual en sus novelas, y más aún por el tono
ofensivo que adoptó para tantas cosas y por su brutal sinceridad, no
alcanzó nunca la fama que merecía, la fama que alcanzaron muchos
otros con menos méritos que él. El tiempo, en su labor justiciera,
le ha ido situando en su lugar y hoy está considerado, dentro y
fuera de su patria, como el primer novelista de la España
contemporánea, al lado de Galdós, y para algunos por encima de
éste.
(Fernández,
Tomás y Tamaro, Elena. «Biografia de Pío Baroja». En Biografías
y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona,
España, 2004).